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Severo Bernal, uno de los grandes de Cuba

Severo Bernal, uno de los grandes de Cuba

 Por Luis Machado Ordetx

Tuve un andar lento, sembrado en la tierra. Siempre fui así. Caminé con los pies hacia adentro, queriendo una mirada, para que no escapara nada. Por eso y otras cosas dicen que mi cabeza de pico saliente sirvió de detenido albergue o asiento de datos, fechas, papelerías y recuerdos…

Entonces, creo que para algo sirven los años y el alto peso de los huesos en su eterna reciedumbre, porque contienen sabiduría de mucho tiempo.Siempre preferí vivir aquí, en mi ciudad, y cuando levanté vuelo a otros lugares —incluido México y Estados Unidos—, preferí, anhelé y sentí rápido la ansiedad del retorno como testigo.Eso explica el porqué de la preferencia por mi humilde terruño, mi aldea central y mi país por encima de todas las cosas.

Aquí se encuentra lo mío, esa mulatez que delata mi piel. No te miento. Quienes me conocen y han escuchado, lo saben bien.Mis generales son largas: me llaman Severo, aunque el segundo nombre es de la Caridad, y por apellidos llevo Bernal Ruiz, y —como conté— algunos siempre dicen que soy un arsenal del tiempo, porque transporté con inteligencia y modestia la savia del verso que otros procrearon.En Santa Clara, capital de la antigua provincia de Las Villas, nací el 8 de septiembre de 1917.

En mi hogar humilde, de ascendencia africana, criolla, mulata y mambí, brotó el arte y estudié piano. Eso da la medida de por qué lo mío está aquí. No obstante, con la vuelta del tiempo comprendí que mi oído no era de sumo agrado para la música. Creció entonces otra vocación que me llevó a interminables estudios, escenarios y al fomento de variadas y largas amistades.

Con 15 años fui aprendiz de tipógrafo en la imprenta santaclareña de Enrique Lanier, que editaba el periódico comercial El Triunfo y poemarios cortos de algunos posmodernistas. Allí estuve muchas décadas y encontré veta ardiente para otro delirio: aprender el difícil arte de la declamación.La fiebre artística, en plena provincia —donde lo que afectaba el oído y mal gusto del trasnochado burgués era tildado de escándalo—, provocó que, jóvenes coterráneos con vocación literaria y musical, hiciera encuentros para intercambiar  creaciones.

Así surgió la revista Umbrales, primero, y después la Hora Hontanar, que llenaron espacios de divulgación y promoción frecuentes en la última mitad de la década del 30.Aunque de esos acontecimientos se habla muy poco, incluso la Historia ni los menciona, quienes laboramos en ellos, constituíamos un foco sistemático de enfrentamiento con patrones establecidos en el plano cultural, a la vez que representábamos una forma y un modo de decir propios.Digo eso porque fui de esos jóvenes sumados a la nueva embestida artística.

En febrero de 1936, un sábado en la tarde, ofrecí el primer recital como declamador. Un grupo de amigos me animaron para que asistiera a la casa de Coya, donde tenían cita los contertulios del Club. Los versos lograron la corporeidad de un escenario improvisado.

La guitarra, el piano y una que otra opinión sobre filosofía, literatura, ciencias sociales, matizas los diálogos.En la imprenta, yo, un naciente declamador, si se puede decir así, conocí de las misiones legadas por Boloña a los tipógrafos, y en Umbrales quedé vinculado al calabaceño Onelio Jorge Cardoso, al dramaturgo Juan Domínguez Arbelo, al poeta Carlos Hernández y a los contertulios esporádicos Raúl Ferrer y Enrique Martínez Pérez…

En esos encuentros también comulgaron otros intelectuales de izquierda revolucionaria.Una que otra vez, José Ángel Buesa y Emilio Ballagas animaron el círculo de Umbrales.La sed de escenarios, las invitaciones de amigos artistas, y la colaboración con destacados intelectuales y dirigentes comunistas (Salvador García Agüero, Jesús Menéndez, Carlos Rafael Rodríguez, Juan Marinillo, Manuel Navarro Luna, José Felipe Carneado y Lázaro Peña…) me llevaron a mítines antiimperialistas, por la defensa de la democracia, la paz y la solidaridad internacional y antifascista.

 Fue común, cuentan algunos coterráneos, observarme en una tribuna popular e improvisada, para declamar versos encendidos. Por esa razón fui perseguido, porque aquello no gustaba a muchos, pero al pueblo al que pertenecía, entendía mi misión artística.De esos contactos quedó una vasta papelería, que a menudo cuenta con un poema inédito del más conocido o extraño escritor, así como consideraciones artísticas o literarias que permiten un conocimiento certero del desenvolvimiento cultural que logró la ciudad de Santa Clara a partir de la década del 30.

 Muchos de los datos y acontecimientos que aporta mi papelería y testimonio, son del total desconocimiento de la Literatura Cubana. No obstante, por los autores se sabía de su existencia y envergadura documental.Por ejemplo, de Emilio Ballagas quedaron objetos personales, libros, correspondencias, originales del poema más agónico y ardiente del cubano, donde se habla de la comunicación entre el hombre y la mujer, me refiero a «Declara que cosa sea amor», de 1943, así como hasta los hace poco inéditos «Balada en blanco y negro», que me dedicó, «Soneto Póstumo» regalado a Gilberto Hernández Santana; «Abrid bien los ojos» y «El campesino herido».

 Ese costado del camagüeyano que concede campo a la llamada «poesía social y de servicio» no se conocía. Al difundirlos muestra otra arista o etapa de referencia en la evolución, retroceso o estancamiento artístico de su creación.Hacia finales de los años treinta y durante toda la década siguiente amplié el repertorio como declamador, y los recitales fueron sistemáticos. Lo mismo dialogué con Marinello que con Guillén, recité en actos de masas y forjé nuevas amistades.

 Nació así el encuentro que por muchos años sostuve con Enrique Martínez Pérez y mis colegas Eusebia Cosme, Luis Carbonell y el portorriqueño Juan Boria. También fueron los años en que más escribí para periódicos y revistas, y más poemas también. Aquello que elaboré, siempre llevaron una mirada hacia el verso negrista.Sin embargo, quiero hablar de esos cuatro artistas porque tuvieron una influencia definida en mi trayectoria actoral, pues la poesía de Martínez Pérez —todavía inédita— quedó grabada con celo entre mis labios y constituyó una excepcional fuente de inspiración en cualquier escenario, mientras que Carbonell representó un exponente esencial de la declamación y un amigo sincero.

Por su parte «Usebia», como suelo llamarla todavía, era la bondad personificada, y para hablar de ella hay que visitar el cielo, porque era grande como las libras que albergaron sus huesos. En ella el verso negro y de cubanía absoluta era total perfección. Sobre la Cosme, olvidada hoy, estoy tentado a contarte muchas cosas. Eso constituye un compromiso porque me ofreces la palabra para recrear el pasado que también es presente.Boria, el amigo por correspondencia, siempre me admiró, alentó e intercambió repertorios definitorios en mi trayectoria actoral.

A ese negro lo quise porque era un amigo sincero.Con los cuatro siempre tuve un día de emoción y solemnidad. Tanto en Santa Clara como en otras provincias cubanas y en el extranjero, hubo un gesto compartido por horas de declamación. Por supuesto, con Carbonell, por su cercanía, fueron más sistemáticos.En 1947 salí de viaje. Primero pensé residir por un tiempo en los Estados Unidos, y en especial en Nueva York, pero troque rumbo y anclé en México. Antes de partir hice nuevamente radio en la emisora habanera CMBZ-Radio Salas, en los programas que animaba Rafael Enrique Marrero, Guillermo Villarronda y Samuel Capdevila.

 Allí rememoré los días iniciales con el verso y el micrófono cuando debuté en la CMHI, de Santa Clara, en aquellos espacios culturales de promoción surgidos en Audiciones Umbrales y la Hora Hontanar.Durante ese corto período habanero, antes de marchar al extranjero, también actué en el programa «Alfombra Mágica», de la Cadena Sur. Me acompañaron en varias ocasiones Candita Quintana, Alicia Rico y Luis Carbonell.

Allí comprendí una vez más que soy de los que conciben el arte de la declamación como la forma exterior y el gesto para expresar con palabras la belleza y el sentimiento más profundo de la poesía. Esa fue una máxima que siempre seguí con honestidad y gallardía, y así llegué a Ciudad de México con una carta de recomendación destinada al periodista Ernesto Parre (Gastón de Vilá) y desbrocé el camino para subir a diferentes escenarios a transmitir y contar mis experiencias.

Las programaciones radiales del Ministerio de Educación mexicano dieron cobertura a mi presencia como declamador en tierras aztecas, y acompañado por el poeta Salvador Novo brillé de cierta forma con un variado repertorio de versos afrocubanos. Recorrí varias ciudades y quedó postergado para siempre un recital en el anfiteatro Bolívar del Museo de Bellas Artes.Tres meses estuve conviviendo con la cultura azteca y difundiendo lo más selecto de la poesía cubana. Varios periódicos y revistas reflejaron en sus páginas las actuaciones que desarrollé en círculos intelectuales y obreros.

Ahí están los recortes, para la historia, claro. Grandes titulares se desplegaron en las secciones culturales. Aquello me emocionó, porque era el reconocimiento más alto a todo lo que hacía por vocación.Cuando alguna que otra vez me preguntan por qué rechacé las ofertas formuladas en México para que prolongara la estancia, contesto como siempre lo hago a los que indagan sobre mi lejanía de La Habana —dos sitios donde se puede crecer en arte— y rememoro eso que expresé a Onelio un día que sus insistencias eran sistemáticas: «los árboles viejos nunca se pueden desenterrar porque quedarían secos».

 Todavía recuerdo su rostro cuando espetó «Severo, eres un imposible en tu pequeña aldea». En tal sentido nunca abandoné tres cosas vitales para mi vida: la profesión de tipógrafo y el vínculo con el papel, así como mi ciudad y la expresión del verso en gestos y palabras.Sin embargo, al dejar México lleno de elogios y amigos en breve paso por Veracruz y Mérida, pensé ir a Estados Unidos; pero regresé a La Habana.

 En 1953 preparé otro viaje y llegué a Nueva York e hice una incursión desde Miami al Niágara, actué en barrios latinos de ese país, y Eusebia Cosme me presentó en varios escenarios artísticos donde debuté y tuve éxitos.En Cuba me esperaba el saludo fraterno de los amigos de Umbrales, que en parte acogieron y financiaron el viaje anterior con presentaciones artísticas, y la solicitud frecuente los  comunistas para que interviniese en sus actos políticos.

Aunque no era militante activo de ese partido, jamás rehusé una participación en sus mítines, y esa actitud la guardo con cariño y cubana. Y, aunque algunos ya están fallecidos y la memoria de los comunistas no recuerda esos acontecimientos, siempre tuvieron mi actitud como un momento de excelente estimación.

En Santa Clara los encuentros con Martínez Pérez, Raúl Ferrer, Onelio Jorge Cardoso y otros amigos, fueron reiterados, y lo mismo iba a Caibarién, donde compartía con el grupo de Archipiélago, que escribía impresionantes momentos en los escenarios viajaba por unos días a la Casa de los Poetas, en la calle Prensa 205, en el Cerro, La Habana, donde vivía el tabaquero Pancho Arango.

También visité muchas ocasiones los territorios de Yaguajay, Manzanillo y Matanzas, donde el mundo cultural era propicio para confraternizar con Ferrer, Navarro Luna o Néstor Ulloa.Con los poetas amigos formamos tertulias nocturnas en el antiguo Bar Ideal de Santa Clara, a las que en alguna que otra ocasión se sumó el intelectual dominicano Juan Bosch. El propietario del Bar, Domingo Carreritas, promovía conversaciones sobre el arte y la literatura.

Allí los diálogos tomaban en ocasiones el cauce de lo político porque había identidad de intereses artísticos, sobre todo en lo referente al compromiso del intelectual con su pueblo, el carácter social del arte, las formas de concebir la poesía, el tratamiento de la estrofa y la atención a temáticas que calaran en lo cubano.También fueron numerosas las veces que llegue a la escuelita de Narcisa, en Yaguajay, donde Raúl Ferrer daba clases.

Allí concurrían además, Marinello y su esposa Pepilla. La casa se convertía en un taller de inquietantes ideas revolucionarias y literarias.La luz del tiempo y la amistad me permitieron guardar con celo muchos poemas y documentos de aquella época. Como dije una vez, los de Ferrer conservaban el calor de su cuerpo porque acostumbraba a escribirlos, doblar la hoja e introducirlos en el bolsillo o entregarlos al amigo.

Muchos quedaron así en mis manos y esperan aún el día de su publicación.Aunque algunos no lo creen, palpité cuando en Yaguajay        —sería unos meses previos a 1947— Raúl escribió unos versos espontáneos, propios en su sinceridad, en los cristales de un comercio local para polemizar y dejar a raya a un autotitulado «Excéntrico». Otro aviso de su disparo enérgico está condensado en la antológica «Respuesta del buen marido», publicada hace poco gracias a mi testimonio.

Y hay otras anécdotas sobre él que todavía conservo.En esta casa humilde me rodea un mar de recuerdos, que perduraron por años en objetos de arte (dedicatorias de libros, tarjetas de diferentes provincias cubanas y otros lugares del mundo, cartas de amigos, fotos de Carbonell y la Cosme, marinas pintadas por el caibarienense Coltildo Rodríguez Mesa, regalos de matrimonios en rupturas, un testamento de Ballagas, discos y casetes) y atestiguan la forma en que conquisté a un público en circunstancias diferentes, incluyendo —como expresé antes— la agitación política de las masas.

Eso, quienes me quieren —sean comunistas, apolíticos o católicos—, jamás lo olvidarán.Yo con humildísima sinceridad lo afirmé, fui un declamador que nacido de la espontaneidad y el decir, adquirí determinados conocimientos de las teclas y los martillos; crecí en el gesto y las palabras y revoloteo en el verso que dejaron Clavijo Tisseur, Cisteros Burgos, Camín, Palés Matos, Lorca, Tallet…

De igual forma, tal vez mi discreto silencio al guardar determinados papeles en el archivo y la memoria, sean el más firme testimonio de una personalidad artística que resistió con cariño el olvido a que me relegaron hasta hace poco tiempo.Claro, digo que me relegaron en el plano oficial. La modestia artística que propulsé el pasado al saberme sencillo y maduro declamador, al no llevarme por elogios inmerecidos y enterrar para siempre cualquier deseo superfluo o familiar para que abandonara el terruño que me vio nacer, permite que aún esté aquí con ustedes y algunos todavía me espeten con cariño el sobrenombre de «majestuoso señor de versos».

Yo, eso lo acepto con humilde sentido, me encojo y no me hincho, más bien me sonrojo a todo pulmón.Nunca olvidaré cuando en 1989 —fue el único y más grande de los homenajes que recibí en Santa Clara en los últimos veinte años— un elogio de Raúl me sacó lágrimas de los ojos, y descendieron raudas como si algo grande saliera de mis entrañas en el recuerdo.El poeta de Yaguajay dijo: «Tu eres comunista sin carné porque lo llevas dentro, aquí cuando a los marxistas les entregaban golpes y palos por decir palabras, tu siempre estuviste junto a nosotros, no solo haciendo cultura y arte con el pueblo, sino agitando y difundiendo ideas, expuesto a recibir ofensas y maltratos físicos de los falsos políticos y sus fuerzas represivas…». 

Y, entonces, comprendí que si estuve con los buenos en tiempos malos, ahora que no hay discriminación este negro sigue entre los que tienen el alma limpia a todo segundo.En ese aspecto Ferrer, como otros amigos que me reconocieron como un hombre sin muchas manchas, tenía razón, pero algún día la Historia de la Cultura Cubana y en particular de Santa Clara, dará cuenta de este hombre por lo que aportó o dejó para el bien de su país, y cuánto hice no era para ganar elogios, sino para saldar las deudas con mis propios coterráneos. Por eso, estoy aquí.

Sin mi testimonio o la papelería que guardo, algunos capítulos de la Historia de la Cultura villaclareña y cubana, quedarían oscuros u olvidados. No obstante, decidí sacarlos del «fuego» y colocar la documentación al servicio de la comunidad, que es igual a lo que hacía con los poetas: promoverlos, divulgarlos, difundirlos, reconocerlos.

 En definitiva, saqué por conclusión que esos papeles no tenían la culpa del daño que me propiciaron simples funcionarios culturales, y a ellos el tiempo los barrería, y nuestra rica tradición artístico-literaria ganaría otros capítulos.Además, sé que fui hombre del tiempo que me toco vivir, un declamador por vocación, pero en mis últimos años la melancolía me asiste al contemplar que esas formas de acariciar la metáfora, tal como lo hice antes, se pierden entre nosotros, porque no hay estímulos para su estudio y promoción.

¿Qué más podría decir de mí? Salvo que también fui poeta y jamás emboté aquellas metáforas de raíz intimista que escribí a hurtadillas de amigos —sobre todo de los que tenían un bien ganado prestigio en publicaciones y tertulias— y algunas aparecieron publicadas en revistas y periódicos de la época. En general afincan lo mulato de mi sangre. Por buenaventura, digo, troqué las ideas y metáforas en sentimiento del verso y la voz, porque como declamador fui pleno y vital.

Es así que te hablo desde el testimonio, la papelería viva, el coqueteo con la poesía antillana, caribeña y latinoamericana, como quien espeta en tono grave, profundo y rítmico la sensualidad que transporta el verso de otros.Aquel primer recital que ofrecí en el Club Umbrales ante un grupo de amigos, y donde el poeta villaclareño Carlos Hernández fungió como apuntador de versos, permitió que estallara en el acento grave, propio del que provoca una profunda catársis en la idiosincrasia del cubano, partiendo de ese acervo, fraguado en la manigua, que nos dejaron los africanos de barracones.

Era como un canto mío, de declamador, a todos los antepasados.Recuerdo que fue el domingo 17 de febrero de 1936 en la calle Maestra Nicolasa, entre Zayas y Alemán, en Santa Clara, donde declamé por vez primera en un escenario. Eso no se olvida jamás. Allí incluí en el repertorio el «Secuestro de la mujer de Antonio», de Guillén, así como «Canto de un juicio negro» y «Riña en el solar», de Gilberto Hernández Santana.Ese primer momento dio riendas a otros que fraguaron la perfección escénica.

Te juro que las piernas me temblaron y me tiemblan al recordar eso. Así ocurre cuando camino y alguien me saluda para evocar aquellos tiempos en que el pueblo decidió llevarme el «Declamador Dilecto de Las Villas». Todavía guardo ese título otorgado en la década del 50.

Te puedes imaginar cuántos me conocían en esa época.Si te digo una cosa, el caminar diario por aquellas calles estrechas, contando con el saludo de algunos amigos y las visitas a otros y el deseo de un hombre decidido a quedarse en su ciudad, fueron definitorios para batallar contra la soledad. Antes de 1959 siempre hubo más de un recital por mes, donde el verso acogió la corporeidad del gesto. Cualquier escenario me solicitaba, incluso el teatro «La Caridad», de Santa Clara, donde actué en varias ocasiones. Aquí celebré en 1942 las «Bodas de Azúcar» con el verso, en un recital que presentó Onelio Jorge Cardoso.Con el tiempo he aprendido, imagínate tú, que al encarar la actuación, uno no lo piensa, pero impera la exigencia al incursionar en el verso pulido, grave, difícil y profundo que imita la voz y la psicología del negro y el mulato en una forma específica de pugnar contra la discriminación y vaticinar un mundo mejor.

Que nadie piense que declamar es fácil. Lleva intensas jornadas de estudio, interpretación y apropiación de la psicología del autor y del mensaje que se pretende dar con la transportación de las metáforas escritas, la emisión de la voz o el gesto. Un público, por muy acéfalo que sea en poesía, merece respeto y exige entrega total del artista.

Un ejemplo de los que puedo citar, ocurrió durante el recital que marcó mi madurez total en la interpretación de «West Indies Ltd», de Guillén, así como recordatorios constantes a las mejores piezas de Ballagas, Otero Silva, Villarronda y otros. Fue en 1944 en Santa Clara, durante los días previos a la tercera asamblea nacional del Partido Comunista cuando di ese recital definitorio.

En el público estaban Guillén y Marinello, y mi interpretación del texto completo llamó la atención del camagüeyano, a quien también le gustaba la declamación, y me llenó de elogios.Por supuesto, eso no lo justifica el hecho de que fuéramos amigos, y en lo adelante fuimos más solidarios.

Después de esa etapa mostré la forja plena en la provincia, llevé el estimulo constante de intelectuales cubanos y extranjeros, conquisté plazas significativas, transporté el influjo cultural al pueblo (cuando participé en aquellos actos de masas junto a los comunistas en algo que me llenó de capacidad comunicativa), completé un itinerario que evidenció mi huella de declamador fornido y consagrado a las urgencias nobles de su cubanía.Después de 1965, ya dije, estuve mucho tiempo casi olvidado por las autoridades culturales de mi ciudad natal.

Sin embargo, no vegeté o sucumbí en torres de marfil porque muchas veces —sobre todo en la última década— subía a un escenario improvisado, como en aquella primera vez en Umbrales, para actuar entre amigos y demostrar que era el mismo de siempre con el donaire al contagio del verso.

En el plano artístico, sin vanagloria, la historia de la cultura villaclareña, está embebida de las palabras que imprimí al verso. Los poetas se daban a conocer más por mi voz que por sus libros, y ellos mismos lo reconocían. Más de un elogio escrito conservé, por eso estoy estimulado. No obstante, creo que todo huelga porque interpreté la poesía como pocos y me lamento en los últimos años de que las fuerzas no me acompañen y la profesión del declamador muestre agonía debido al escaso estímulo que reciben los agraciados con ese talento.

Con unas siete décadas sobre los huesos, con ese caminar lento que me caracteriza, con los pies mirando los pasos, los que no escucharon antes mi voz, tal vez algún día lo hagan por los sortilegios de una grabación y queden prendidos a mi fisonomía.Yo, el viejo tipógrafo, que conocí más de un secreto en la imprenta de Lanier, el atesorador de documentos y anécdotas valiosísimas, el declamador dotado de cierta distinción para interpretar lo nuestro en un proceder folklórico (donde descuellan el son, la rumba y el canto de amor elaborado con un gesto inolvidable e irrepetible en cadencias de voz, gestos y metáforas), resistí el tiempo y aún sigo prendido a la memoria imperecedera de mi ciudad natal.Cuentan todavía que yo soy como el reciario romano que desde la arena peleo con un tridente y, desde lo inmaculado y total, estremezco al público en cada canto. 

1 comentario

Jorge Urquijo -

Disfrutaré este escrito en mi casa, pero me apresuro a valorarlo como excelente.