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TERESITA FERNÁNDEZ EN SANTA CLARA, COMO UNA FLOR Y NADA MÁS

TERESITA FERNÁNDEZ EN SANTA CLARA, COMO UNA FLOR Y NADA MÁS

Una familia de artistas: la madre, pianista, pedagoga. El padre, promotor cultural desde los tiempos en que el matrimonio vivió en Majagua, Ciego de Ávila, antes de llegar a Santa Clara a principios de 1930.

Sus hermanos, Chucho y Pancho, locutores, Pepe, locutor y músico, Manolo, pedagogo y pintor, y Teresita, pedagoga y cantautora de rondas infantiles. Todos, formados en una generación que tuvo a José Martí como Hidalgo de la Ética Virtuosa de Cuba. 

La cercanía de pedagogos de la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara (Emilio Ballagas, Domingo Ravenet, Ernesto González Puig, Gaspar Jorge García Galló y...) consolidó en la familia un infinito amor y tributo a la patria.

A pesar de la mojigatería de una época, en los años 70 del pasado siglo en el cual Teresita juró no volver a Santa Clara, el embrujo de la estrechas calles de la ciudad, y su perenne sentido mediterráneo la atrajeron nuevamente a un Centro Cultural sin precedentes: El Mejunje; otro encuentro con los sueños infantiles de su primera "inocencia" artística y su plenitud consagradora.


 

Por Alexis Castañeda Pérez de Alejo

(Periodista y escritor cubano)


Teresita Fernández volvió a Santa Clara en 1996, traída por Ramón Silverio para que se presentara en El Mejunje; según ella, había estado  20 años alejada de su ciudad natal.


Silverio cuenta que la vio actuar en el teatro La Caridad a mediados de los setenta, toda vestida de negro, en medio del escenario vacío, solo acompañada de su guitarra y desgarrando canciones de amor; nunca pudo olvidar esta imagen y desde entonces se prometió traerla a Santa Clara. 


Una vez consolidado El Mejunje quiso cumplir la promesa,  se presentó en su casa, allá en un barrio habanero, merodeó durante varias horas, hasta que pudo burlar el cerco que le tendían los coralillos y la celada de su jauría canina, y pudo convencerla para que hiciera el viaje. 


Ya aquí, la cantautora se dedicó ha establecer relaciones con cuanta persona entraba a El Mejunje, siempre en su tono de prédica y con sus canciones. Una de esas noches alucinantes, ya tarde,  sintió una algarabía y forcejeo violento en la puerta de la institución y rápidamente se presentó, tomó su guitarra y comenzó a cantarle a los bulliciosos, estos depusieron sus ánimos y quedaron encantados con su voz.


Otra noche se sentó en la acera y convocó a los cocheros que aparcaban  cerca, formó un grupo que pronto fue creciendo con otros transeúntes, todos envueltos por la magia de sus narraciones y poemas.


Como colofón de su visita Silverio le organizó un encuentro con las antiguas compañeras de la Escuela Normal para Maestros, y entre recuerdos, cantos y ocurrencias finalizó la estancia.


En mayo de 1998, de vuelta otra vez en nuestra ciudad, llegó hasta la Catedral, allí improvisó una versión de El Gatico Vinagrito, que la entonces estudiante de filología Clarisa Martínez—luego profesora de la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas—tuvo el acierto de anotar, y que luego publiqué en el boletín El Mejunje correspondiente a ese mes: «Dios no quiso que mi gato se perdiera/travieso se perdió por los tejados de mi pueblo (…) y me cuentan, que Vinagrito/ por estar feo y chiquito/encontró muchos dueños/que al atardecer/me cuentan cantando y bailando/que Vinagrito está como si fuera un ángel/volando/volando/ por el cielo». 


En 1999 la encontré en la alturas de Pico Blanco, llevaba allí tres días con varios especialistas del Instituto Cubano del Libro y otros trabajadores del Centro Provincial del Libro y la Literatura, que junto a la ONG canaria Viento Sur, organizaban una biblioteca-ludoteca en la escuelita del lugar, también un taller pintura y modelado, de literatura, teatro y apreciación audiovisual. La presencia de Teresita en el intricado lugar del lomerío escambraico se convirtió en un acontecimiento conmovedor, los vecinos le traína café y tabaco, le pedían canciones; en la despedida no faltaron lágrimas. Esa noche ofreció en El Mejunje un inolvidable concierto que nombró como una de sus más bellas canciones de amor: No puede haber soledad.


Este mismo año, la Editorial Sed de Belleza, y gracias a los empeños del poeta Alpidio Alonso,  publicó su poemario Arco Tenso, con una hermosa y aprobatoria carta de Fina García Marruz y Cintio Vitier a manera de prólogo. En la presentación del texto durante la  XIX Feria del Libro le fue entregado, además, el Zapapico, distinción cultural de más alto rango que otorga la Asamblea del Poder Popular, premio que la popular artista donó de inmediato a El Mejunje, porque «aquella era también su casa y allí podía estar», argumentó.

Cautivada por su ciudad, que le devolvía el embrujo de sus primeras inspiraciones, decidió contar su memorias a la periodista Alicia Elizundia, libro luego ganador del Premio Uneac de Testimonio, del año 2000, bajo el confesional título Soy una maestra que canta. Alicia publicaría años después Amiguitos vamos todos a cantar, texto donde recogió buena parte de sus canciones infantiles.


Teresita Fernández fue parte de una generación santaclareña espléndidamente tocada por la música, que integran nombres igualmente altos como Ela O´Farril, Doris de la Torre, Moraima Secada y Gustavo Rodríguez, todos nacidos entre 1930 y 1932.


Esta ha sido la comunión amorosa de una de las más grandes trovadoras cubanas con su ciudad, que le devolvió con creces sus afectos. 
Tal vez nunca lo supo, pero desde hace ya varios años, todos los Viernes de la Buena Suerte de El Mejunje, terminan, ya entrada la madrugada, con Dame la mano y danzaremos. Emociona ver como cientos de jóvenes entrelazan sus manos y arman la ronda «como una trenza de azahar», prueba de que su prédica martiana, su vocación magisterial, ha impregnado hondo hasta llegar a las generaciones mas recientes. 


Santa Clara tiene pues el compromiso de mantener y trasmitir el legado de modestia, entrega y cubanía de una mujer que vivió absolutamente libre, sin ataduras  y rígidas convenciones sociales, y que ha quedado sembrada en la ciudad, sencilla y amorosamente, «como una flor y nada más».

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