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MARINELLO, OTRA ESPIGA IGNOTA

MARINELLO, OTRA ESPIGA IGNOTA

Este 27 de marzo se cumplen tres décadas del fallecimiento de Juan Marinello Vidaurreta, uno de los principales teóricos cubano y latinoamericano del Arte y la Literatura. 

Por Luis Machado Ordetx

Fotos: Archivo del Autor

Fragmento de un libro en fase de terminación.

                          «La tristeza no embriaga con la crítica:   

             florece como el renuevo que estimula  

           a crecer y no a equivocarse...». [1]                  

            Manuel Navarro Luna 

¡Qué paradójico!..., dirán. El viernes 20 de enero de 1967, desde la Delegación Cubana en la UNESCO, en Paris, Juan Marinello Vidaurreta remitió una carta con demasiada premura a una vivienda en Santa Clara.

 

 No era la primera vez, hay absoluta seguridad, de que empleara el correo ordinario o certificado, en brevísimas letras, para urgencias personales. Decía: «Negro, como en otras ocasiones, donde requeríamos que estuvieras, con tu calor de versos y pueblo, necesito  determinados envíos que puedes hacer…». [2]

 

Pedía con humildad libros para llenarse de placer y sabiduría, sobre todo un ejemplar del Mapa de la Poesía Negra, antología preparada, en 1946, desde esta ciudad por Emilio Ballagas Cubeñas. En otros, tal vez, pudo delegar en la solicitud, pero el escogido de ocasión era el declamador villaclareño Severo Bernal Ruiz, a quien lo unían lazos de profunda amistad, casi cercanos en la camaradería familiar.

 Jamás el destinatario preguntó el por qué, y el otro falleció, hace 30 años, el domingo 27 de marzo de 1977, sin dar respuesta tajante a semejante incógnita, lo que registró al declamador como degustador de una ignota espiga para hallar a Marinello alejado de responsabilidades políticas o sociales y también  de los azotes del tiempo: exponerse íntimo en cualquier lugar, pródigo de cariño, de lealtad fina y decidida, características estas que identificaron a un humanista de pecho depurado.

 MARCAS DEL SENDERO 

«De ese coetáneo tengo avidez de conversar», señaló Bernal Ruiz durante una entrevista realizada en 1988. Allí destacó que Marinello trazó una ruta y un horizonte, de hechura e inteligencia, para generaciones de cubanos dispuestos a ennoblecer a la Patria con a las huellas imperecederas del antiimperialismo y el latinoamericanismo de Martí.

 Fue común, entre algunos de los hombres de su generación, encontrase en puntos fijos, cuando los compromisos lo facilitaban. En Manzanillo, La Habana, Santa Clara, Sagua la Grande, Caibarién,  Narcisa, Yaguajay o..., llegaba con sistematicidad, cámara fotográfica en ristre, junto a su esposa, la pedagoga Pepilla Vidaurreta.

 En otros recintos, también coincidíamos, casi siempre, los fines de semana, y emergía el coloquio ardiente, el recado escrito, el imperioso crédito del diálogo y la palabra. Lejos, envuelto en la agitación política y revolucionaria —en meditación literaria, y ahijando el porvenir—, señaló el declamador que Juan, nacido en 1898 en predios villaclareños del poblado de Jicotea, «sacó sistemáticas fuerzas, no sé de dónde, para sustentar la unidad de creación y encausar los derroteros estilísticos y temáticos de un grupo de intrépidos “aficionados” que a finales de la década de los años 30 se sumaban al quehacer artístico».

 

Revelaba así la vocación del humanista: la maestría pedagógica del mentor, marxista-leninista, americanista y universal, y tenía inspirada palpitación en los retoños. En todo era nítido de carácter. Tal vez porque sacaba ventajas por la profundidad erudita que esgrimía, la edad, la vivencia, así como los conocimientos que sobre el arte  y la literatura acumulaba ya al cobijo de la absorción adoradora de los progenitores predilectos, entre los que aparecía Martí, Lenin, Mella, Villena y... Esa proporción, tamañuda, reposaba en una procreación dialéctico-materialista que transbordaba, adentro, en las entrañas.

 

Las reminiscencias del contacto con Marinello, explicó Bernal Ruiz, «sobrevino en septiembre de 1936, justo a raíz del fusilamiento de García Lorca. Estaba compungido, terriblemente quejumbroso, por lo acontecido».

 

 Por esa fecha, el declamador se adjudicó, entre las muchas amistades, el vínculo con otras tres personalidades literarias que formaron una estela en lo inmenso y transparente: Ballagas Cubeñas, Raúl Ferrer Pérez y Manuel Navarro Luna. A los encuentros, casi siempre, acudía Pepilla Vidaurreta.

 

Jamás en Cuba un hombre, de tanta energía, vitalidad e inventivas, consagró un nutrido  espacio escrito o hablado para sentenciar, aguijar y predicar en favor de una vertiente lírica, narrativa y, en definitiva artística, que calara en la cuenca del alma nacional: en el andar solicitaba ese toque que universalizara y, además, alejara cualquier pronunciación de atisbos folcloristas, superfluos, vacuos...

 

En noviembre de 1938 —retornando a lo pretérito, sustentó Bernal Ruiz—, «en aureola expedita y rodeado de habituales a las veladas del central Narcisa          —donde se afincaba el enclave de Raúl Ferrer Pérez—, el teórico bosquejó (con talante sintético, amargo y molesto), la lectura de ciertos fragmentos implícitos en una carta de José Ángel Buesa, el poeta romántico.

 

Marinello estuvo en desacuerdo con las exposiciones de Buesa, quien venía lados flacos en el verso y el teatro del andaluz.

 

Entonces, repasó el cabello cano con sus manos y dijo que eran  «[...] frondosas alas de un árbol, lozano y erguido, en una mañana luminosa de reposo».[3] Destacó, igualmente, indicó Bernal Ruiz, la profundidad y el calibre imperecedero de una armonía íntima en señeras metáforas, y rememoró otros recursos expresivos, hispánicos, colmados de un parangón especial en toda la obra de Lorca.

 

Expuso: «Conocí al granadino, aquí en Cuba donde le acompañé, en su preferible estancia, cuando ya había despertado, y se exhibía en humildad sincerísima como un inventor nacional y universal, bebiendo de la realidad de pilas sustanciosas -sin que el goce y la petulancia lo embriagaran-, y aportando esencias contenidas en un insospechado globo de duendes, fantasías y protagonistas...».[4]

 

«Por Juan juzgábamos. Todos quedábamos alejados de lo ajeno y extemporáneo. El éxtasis promovido por veraces mensajes —de mesura tangible, de encanto y detalle—, nunca agujereó las arterias de la curiosidad pensativa, y se levantaron en puntos de arranque exclusivos y ecuánimes. El teórico que aleteaba en la mente proverbial de Marinello —me consta—, era inflexible con las investiduras inconclusas, adulteradas e impropias: ponderaba todo atisbo de experimentación, siempre y cuando se aplanara las circulaciones nutrientes de la cultura y las idiosincrasias nacionales», refirió el declamador.

 

«Lo presumí —como otros—, un tamiz, un pulidor, y orfebre capaz de componer discursos y  apreciaciones acertadas. Como tal recibió el merecido respeto y tributo, y durante algunas recitaciones, me censuró. Con acentuación calmosa y comprensiva ausculto el tiempo, y fustigó con energía cuando se percataba de una intervención donde distorsionaba la psicología del mulato o el negro. Sonsacaba: «!Severo, así no compareceremos en ninguna parte, porque los que hacen ese tipo de versos tienen la culpa: confunden folclore y folclorismo, pasión y reivindicación, cultura popular y visión nacional, arranque tradicional o experimentador, con moda, esencia y visión moderna!»

 

Gratos relámpagos amontonó y acaparó Severo Bernal Ruiz en la recordación de Juan. Unos son lejanos, y otros próximos a su desvanecimiento. A los escritores que asumían un compromiso social con el pueblo, persistentemente, les acarreó, en similar proporción,  la estimación mayor, el afecto o el reproche. También, por encima de todo, espetó la veracidad anunciadora e imperecedera de una literatura que acunara en lo autóctono como parangón de la virtud.

 

A Ballagas, Guillén, Navarro Luna, Gómez Kemp, Raúl Ferrer Pérez, Carlos Hernández López, Eusebia Cosme, Martínez Pérez, Agustín Acosta..., siempre les prodigó y estacionó fieras y naturales reliquias del esclarecimiento: todas aguijaron en un reclamo voraz y sincero en la pugna por el rescate de las enjundias que acrecientan la idiosincrasia del cubano, refirió Bernal Ruiz.

 

Treinta años después de la salida de La Zafra, de Agustín Acosta, apareció una carta en la residencia del declamador. El remitente recapacitaba en relación con una diatriba de Marinello publicada en la revista Cuba Contemporánea y la Gaceta de Bellas Artes. Desde la calle Descanso, número 12504, en Matanzas, Acosta, el poeta, replanteaba un discurso sin la presunción angustiosa del que tolera una censura o unos cuantos elogios.

 

El matancero advertía: «Antes y después de mis principales libros, y hablo de Ala, Hermanita y La Zafra, todo lo que guarda el perpetuo silencio de las gavetas o está publicado, transporta el consejo latiente de Marinello. ¿Cómo despegarme de esa savia suya, del alertar y el aguijón, para despuntar un mal paso o una nota fuera de lugar? Vendrán otros críticos, aun con las diferencias de enfoque que tenga, pero ninguno calará tan profundo como él. Adentró la mirada en torno al pesimismo mío, calmó la sed pidiendo poesía (lo había dicho en las “Palabras al Lector” y no me avergüenzo), y la encontró, a pesar de que cuentan que soy un consagrado. Sigo escribiendo nuevos versos. No obstante, continúo apegado a la pupila de su instrucción...»[5]

 

Esa misiva no cayó del aire. Tampoco estaba exenta de intencionalidad: desde las incursiones que realizó Bernal Ruiz, por invitación de Carilda Oliver Labra, a las peñas literarias de la Atenas de Cuba, emergió la descarga epistolar que, incluso, aleccionó puntos de vista y la consideración por la literatura y las concepciones emitidas por el ensayista marxista-leninista.

 

Ningún examinador cubano de su tiempo, incluyendo a extranjeros, meditó como Juan Marinello con la más sublime de las vehemencias en torno a asuntos formales, estilísticos y temáticos de la poesía y la narrativa hispanoamericana. Vislumbró incrustaciones canijas y enmarañadas, y azotó cuanto se desentendía de la imperiosa visión auténtica de las condicionantes sociales del momento.

 Acosta precisó, muy acertadamente, que en las detonantes de Marinello se instalaban la apropiación de la historia, en la búsqueda, el acierto y el hallazgo del criollismo de esencias, y en la inquietud que trascendía los umbrales del país o una época. De ese modo admitió las descargas y corrigió sus tiros líricos.En lo tocante a la poesía negra, Juan Marinello también abarcó a los declamadores: hay que contarlo con justeza. «Fue enérgico con el experimentalismo y la simple novedad. Pedía adentrarnos en el alma nacional sin “jugueteos culteranos o los vericuetos falsos de las palabra”, y fustigó, sí, tras la recitación en privado o en público, para alejar disfraces y pintoresquismos que     —en contundente reclamo—, empequeñecían al cubano. Con la refriega repasé fórmulas para aprehender y desenredar las principalidades de los repertorios y los poetas», aseguró Bernal Ruiz.

                                        EL OJO DEL MARXISTA 

Esa apreciación, en tal sentido, estaba henchida de didáctica estética e ideológica. Marinello era exclusivo, único en su vocación marxista-leninista y de raíz martiana. La cualidad y particularidad de la cubanidad —desperdigada del «divertimento»—, y sus temas,  contenidos y motivos,  lo instaron a dilucidar un arte rebosante de absorbentes humanos.

 

«Actualmente lo aprecio, tal como era: luminosidad meridiana del pensamiento teórico. En este papel amarillento, aparece un subrayado, donde explaya: “Queremos al negro en toda su medida, en la pena de su destierro, en la luz de su música poderosa, en la ternura de su canto ciego, pero también en la justicia de su rebeldía”, hecho que me tocó muy cerca...»[6]

 Cierto día, confesó Bernal Ruiz, durante una efímera coincidencia de respetables amigos, a principio de la década de los 60, aquí en santa Clara, extendió ese documento a Marinello, y espantado percibió la placidez del otro por agenciárselo. Sin embargo, el crítico prefirió que prosiguiera en manos del declamador.Sin duda, Juan fue un definidor, un surtidor de voluntades, que sufragó, con  hondura histórica, correcciones del disparo lírico de la cultura cubana: encarnó particularidad y devoción para el esclarecimiento oportuno, y quienes lo rodearon, siempre vieron el sentido del esplendor del coloquio ameno y el consejo diario que se esparce al viento y se afianza en la tierra.  


[1] Manuel Navarro Luna: Carta al declamador Severo Bernal Ruiz. Fechada en Manzanillo, viernes 18 de febrero de 1949. [Inédita.]

[2] El investigador conserva el original.
[3] Palabras textuales expresadas por el declamador.
[4] Tomado de apuntes almacenados por el testimoniante. El autor cree que ese documento se encuentra dentro de los libros donados a la Universidad Central tras el fallecimiento del declamador en 1989.
[5] Carta de Agustín Acosta, fechada el sábado 12 de enero de 1957. (Inédita.) La alusión a Marinello instituyó, en esencia, un modo de presentación del matancero y un aval crítico: Acosta conocía, por supuesto, la amistad que unió al declamador con el ensayista. 
[6]  Guardado en el archivo del declamador. Desconocido su paradero después de la muerte del artista. Sobre lo apuntado, puede consultarse, además: Juan Marinello, Ibíd., p. 389.

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