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HERAS, EL MENSAJERO

HERAS, EL MENSAJERO

Confesiones de Eduardo Heras León, Premio Nacional de Literatura 2014, en el tránsito de la realidad a la ficción, esencia de su cuentística.

Por Luis Machado Ordetx

Un punto final, como un parte agua, que cerró un tiempo y abrió otro, fueron las horas que estuvo en Playa Girón en calidad de miliciano. La vida, y el sentido de lealtad, marcó un antes y un después. Todo lo cuenta al paso de los años. Ya algunas historias están plasmadas en papeles impresos. Uno pregunta ¿por qué de la división del tiempo?, y espeta con sencillez un argumento retórico. Nada, «le vi la cara a la muerte; muy cerca, en una experiencia que jamás olvidaré». 

Resta por escribir algún que otro cuento, y en especial «las memorias: he estado en tantas peripecias y he conocido a gente, y eso falta por añadir», reconoció Eduardo Heras León (La Habana, 1940) durante un asedio de preguntas en las cuales el anecdotario marcó el diálogo informal.

Meses atrás los colegas Ayose S. García Naranjo (Girón),  Oscar Salabarría Martínez (Radio Sancti Spíritus) y quien escribe, sin mucho cerco, animamos al maestro de «vocación primaria», como dice, con el pretexto del abordaje de la historia, la pasada. Todo constituye, al cabo de muchas décadas, un punto esencial en los derroteros de su existencia.

Heras León, Premio Nacional de Literatura (2014), entre otros reconocimientos, prefirió estar de pie, y en tono pausado, como en susurro, encarar el «fuego» durante casi media hora de conversación. Hubo, entonces,  preguntas colaterales de los encuentros con Fidel y el Che, de fotografías y de ajedrez, otra de las pasiones.

Después de los saludos afectuosos, dijo: ¿Por dónde comenzamos?

Por Girón. Ahí está la historia que lleva a lo singular de La Guerra tuvo seis nombres (1968) y de Los pasos en la hierba (1970), dos libros de cuentos que descuellan en nuestra tradición literaria, dijimos.

El Chino Heras hizo una que otra gesticulación con su mano izquierda, y asintió con la cabeza. Entonces comenzó a contar, y vino el...

                                            OLOR A METRALLA                                              

«Mira, yo estaba en la milicia, presentado al llamado de Fidel en el año 60, para participar en cursos de artillería. Fui voluntario a combatir; tenía 20 años. El curso se dio en la Fortaleza de la Cabaña, y después llegamos a la Base de Baracoa, La Habana. Aquí iban a comenzar otro carrera para jefes de batería de morteros de 120 milímetros, y fuimos a Pinar del Río a un tiro combativo.                                                 

«El 15 de abril nos enviaron de regreso a Baracoa, en La Habana, y cuando ya terminábamos el curso nos hablaron que había una situación urgente. El capitán Octavio Toranzo, el director, hizo un llamado en la Escuela de Artillería Comandante Manuel Fajardo, y planteó que era necesario salir a combatir porque ocurrió un desembarco. Todo fue así de rápido.

«Organizamos una batería y me nombran segundo al mando. El jefe era un teniente de milicia, un hombre muy mayor, veterano de la guerra de España, llamado Dionisio González. Así salimos en dirección a Matanzas. Dionisio siempre me decía, bueno en caso que se arme el combate, tú vas para el observatorio a dirigir el fuego; eres el teórico, el que sabe, y yo estoy abajo en los emplazamientos ocupando las voces de mando.

«Hicimos una columna, y en Jovellanos una parada, un vivaque ahí. De noche llegamos a Jagüey Grande, oscuro todo. Aquí se produce la primera anécdota que recuerdo entrañablemente. Vimos una luz en medio del pueblo. Imagínate no se podía encender nada porque estaban bombardeando, y nosotros nos quedamos mirando aquella lucecita. Cuando cruzamos en el camión donde íbamos, con los faroles apagados, vimos a una viejita que tenía una lucecita en la mano. Nos decía adiós. Aquello conmocionó, y recuerdo que cantamos todos, casi al unísono, muy bajito, el himno nacional».

En «Crónica de Mateo», usted también recuerda las estrofas del himno, como una recurrencia, hasta que llegan al central Australia. Aquí «fuimos a la comandancia y vimos a Fidel allí por primera vez. Daba grandes zancadas. Recuerdo que señaló: “¡se pensaron que iban a encontrar otra Guatemala!”. El jefe mío de batería, González, le resaltó: “¡Se van a encontrar un guatepeor Comandante!, y Fidel respondió: “¡No!; ¡su Waterloo es lo que van a encontrar aquí!”.

«Nos mandaron a  hacer campamento, y a resguardar la batería. Así pasó esa noche; noche de gran nerviosismo, por supuesto. Se decía que había dos paracaidistas que estaban disparando. Hicimos la posta, y ahí vi a uno de los combatientes del Batallón 339 de Cienfuegos; que fue el Batallón que recibió el golpe principal de desembarco enemigo. Estaba con los ojos y la cabeza vendados, y cuando fue a encender un cigarro, le dije:

—¡Aquí no se puede encender cigarro!, y me quedo mirando a aquel hombre y le veo la herida, y digo, ¿y usted de dónde es?

—Soy del 339 de Cienfuegos, y cuando vayan para allá tírenle con todos los hierros, me precisó el viejo».

En «Eduardo», usted condensa esa anécdota, y evoca lo vivido sin borrar nada. Heras León sonríe, y sigue en su exposición.

«Vivaqueamos esa noche. Por la mañana me mandan a buscar de la Comandancia. Estaba el comandante Fernández Mell en Australia, y me dice:

—¿Tú tienes yipi de la batería?

—Si, yo tengo.

—Bueno, nos hace falta que lleves un mapa a donde está la primera línea.

«Con nosotros iría un cadete, un oficial y un teniente. También tomó asiento un capitán. Arrancamos para Playa Larga y comenzamos a ver los huecos y alguna que otra persona herida hasta que llegamos, y entramos a un saloncito y el capitán Fernández, el Gallego, jefe de operaciones, estaba con varios oficiales. Siempre recuerdo a Pepín Álvarez Bravo y el Comandante Oropesa.

«Fernández nos preguntó qué hacíamos, y dispuso que lleváramos los mapas a los tanquistas, y de inmediato ordenó: “¡pues sigan!”. Dejamos Playa Larga en dirección a Girón. Cuando habíamos avanzado un par de kilómetros venía una ambulancia por la carretera sonando la sirena, guiuuuuuuuuuuuuugiiuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.... Nos pasó por al lado, y del vehículo hicieron señal de bombardeos. Eran los B-26. Un poco más adelante vimos un avión volando por encima de la carretera, y paramos el yipi. Todo el mundo se tiró a la orilla y nos metieron un rafagazo que le vi la cara cerca a la muerte.

Heras León sonríe y estira los labios cuando describe y narra de manera lineal sus anécdotas. Todo rememora la lectura de «Modesto», otro de los cuentos. En la historia advierte que «cuando me tiré a tierra los pies se me trabaron en el piso del yipi. No tuve otra opción que meterme debajo del vehículo, pero cuando traté de asomar la cabeza, vino otra ráfaga. Pasó el avión, y salimos de los escondites y seguimos. Vimos el avión de vuelta y más metrallazos, y finalmente logramos continuar viaje.

«Más allá nos encontramos con una cuatro-boca, una ametralladora, con un muchacho jovencito, de la Base Granma, los Niños Héroes, los verdaderos héroes, que estaba histérico, y casi gritaba: “¡coño, tienen la bandera cubana en las alas, y cuando uno se descuida, entonces le disparan a uno! De verdad que estoy que todo lo que pase por aquí le voy a meter plomo. No me interesa nada: si tienen o no tienen la bandera”.

«El muchacho añade: “hace falta pasar la ametralladora para la otra cuneta. Entre todos movimos la cuatro-boca de un lado del camino hacia el otro. Si me preguntan cómo lo hicimos, no lo sé; no sé de dónde sacamos la fuerza».

La historia está en síntesis en «Mateo», otro de los cuentos. En definitiva, Heras León, como afirma, representa un «testigo de su tiempo, y lo que hago es escribir lo que viví; ficción pero muy basado en la realidad. Todo en historias de mi vida». Un salto en el tiempo, entre una escena y otra, en «Eduardo», se añade la historia de Aldo Gutiérrez, el amigo combatiente. El escritor se alegra. Detrás hay algún misterio. Es que, «allá,  en el central Australia, me habían dicho que Aldo, un oficial de milicias de la Escuela, tenía un muerto en la batería, y estaba herido. Sentí susto, realmente, y comencé a buscarlo. De pronto diviso a mi amigo que estaba en un yipi descubierto. Tenía la cara llena de pólvora negra, de tanto que había disparado con los morteros. Cuando lo vi le dije: ¡Aldo!; ¡Aldo!, y de inmediato me reconoció, y  dijo: “¡Tienes agua Chino!; ¡tienes agua!

—¡No!, no, no tengo nada.

—¡Coño!, me dijeron que te hirieron, ¿dónde te hirieron?

—¡Si me hirieron! Fue una bobería.

—¿Pero dónde?, compadre, ¿dónde fue?...

Heras León no puede contener la sonrisa. Tiene una tierna picardía por la acción que desencadenó el amigo en medio de aquella carretera, llena de combatientes, de heridos y sobresaltos. Hace la verdadera historia pero prefiere que nosotros no la divulguemos. Aldo le ha dicho en más de una ocasión que cuando “tu escribas eso te voy a dar una tranca que te vas a acordar de mí”. El escritor vuelve a sonreír, y comenta: «aquello fue muy simpático; tremendo».

Los planos llegaron a manos de los tanquistas. Cumplió la misión, y el joven miliciano retornó a Playa Larga. Asumió otra encomienda del Gallego Fernández hasta que arribó al central Australia, sitio de ubicación de su batería, como segundo jefe. Allí tuvo un responso por la ausencia. Otra vez rememora en síntesis la historia de «Mateo», el joven tirador de ametralladora antiaérea de la Base Gramna, quien le «disparó al avión enemigo y ayudó a derribarlo», acotó.

El miedo, el riesgo, la inexperiencia y el deber, en Heras León toman relevancia entre una y otra anécdota simpática: «un miliciano de mi batería está lavándose los pies cuando viene el avión hacia Australia. Él lo ve, y sale corriendo para una lagunita que había y cuando está llegando hacen un cerrado ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!  Era una ráfaga de ametralladora del B-26. El hombre da media vuelta y sale hacia un pequeño cañaveral, y otra vez ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!. El soldado fue de un lado para el otro, hasta que se sentó en una piedra y sacó un cigarro, lo encendió, y se dispuso a fumar.

«Cuando se derriba el avión salimos hacia donde estaba aquel miliciano sentado en la piedra. Ahí vino  la descarga: ¡Coño, estás loco!; ¿cómo te vas a sentar ahí? Su respuesta: “voy para allá y me tiran; vengo para acá y me tiran. Bueno que me maten aquí compadre”.

«Llevábamos como tres días sin comer. Fuimos al central y nos dieron comida caliente; picadillo, y otras cosas más. Hubo un momento en que apareció Fidel. Recuerdo que había un grupo de mujeres, y una le dice: ¡Fidel, vencimos!, ¡vencimos!; ¡los derrotamos Fidel! Ahí les responde: ¡No; no; no los derrotamos!; ¡los descojonamos! Entonces añade: ¡Perdónenme compañeras! Al unísono exclaman: ¡No!; ¡que perdón Comandante!; ¡los descojonamos y bien!».

                                               JUEGO PRECISO

El maestro Heras León sabe y cree, que del pacto inicial de la acción reside en el surgimiento de la historia.  Hablo del Che y la mirada del escritor tiende hacia el techo de la habitación, y da riendas a su recuerdo. «Pasábamos el primer curso de artillería de militares cubanos que fueron a la Unión Soviética en 1962 y el Che nos visitó allá. Igual fue Raúl. Estando allí hablé con el Che Guevara, y ahí está la foto de aquel momento. Le digo Comandante Ud. pidió que Verde Olivo, la revista, tuviera una columna de ajedrez, pues yo la escribo. Entonces dijo, ¡Ah, pues yo te leo!

«De inmediato; ¡Ah, Comandante!; ¡prométame algo!

—¿Qué?

—Pues cuando lleguemos a Cuba jugará una partida conmigo.

—¡Está bien!, prometido.

«Al año siguiente ya había terminado, y estoy en uno de los torneos Capablanca, allí mirando los tableros y las partidas. Siempre fui muy cercano al ajedrez. En eso el Che llegó con un séquito al Hotel Habana Libre, y me le paré delante:

—¡Comandante!, ¿usted se acuerda de mi?, al tiempo que se me quedó mirando y dijo:

—¿De dónde?

—¡De Moscú!

—¡Ah, caramba!; ¡Sí!

«Ahora sé que me reconoció, y de inmediato le suelto», apuntó Heras León.

—¿Usted se acuerda de la promesa que me hizo?

—¡Si!, pero no la voy a cumplir porque sería una pelea de león a mono, y el león vas a ser tu.

— Aquello me desencantó un poquito. Me quedé mirando los tableros; las partidas y al rato, siento que hacen, zzzzzzzz, como el zumbido de abejas. Cuando miro era el Che asomado en el Salón de los Embajadores quien me llamaba. Tenía preparada una mesa, con reloj y todo, y me dijo, vamos a jugar.

«Indicó: “¡conmigo se juega a ganar!”. Nos sentamos, y jugamos la primera partida, y le dí. Yo había sido campeón juvenil de Cuba y de las Fuerzas Armadas, y tenía un nivel de juego alto.

«Cuando gano la primera me dice: “¡La revancha!” Jugamos la segunda y vuelvo a ganar. Eran partidas rápidas. Me mira serio y añade: “¡Otra más!” Vino la tercera partida y me hizo tablas, y se puso como un muchacho. Me agarró por los hombros: “¡te hice tablas!; ¡te hice tablas!” El Che era un enfermo al ajedrez. Son momentos inolvidables».

                                             IMAGEN ÚNICA

Heras León, militar entonces, estuvo en la lucha contra bandidos. Apunta que fue una incursión breve, allá por Corralillo, detrás de la banda de Campitos (Benito Campos Pírez), y en aquella ocasión no capturaron al alzado. El después reconocido escritor estaba en esa zona del noroeste villaclareño en  la inauguración del centro de estudio del Ejército Central.

Sin embargo, entre los muchos recuerdos siente satisfacción por una fotografía histórica que, después con el tiempo, la mostró. Todo ocurrió con su selección como primer expediente del curso de mortero, después de un tiro combativo, «como un aniversario de boda, como salir con una novia», apuntó en “Crónica de Mateo”, y Fidel estaba en el acto.  Entonces, «me regaló una pistola. Tengo una copia de esa imagen, como un tesoro. Cuando la batalla por el rescate del niño Elián, trabajamos con Fidel un tiempo, y llevé la fotografía.

«Cuando la vio me dijo: “¡Oye, pero qué joven estaba yo aquí! ¿Esta foto de dónde es?, preguntó”. Entonces le comenté. Dijo, “¿qué tu quieres que haga?”. ¡No, solo que me la firme!, y así lo hizo y colocó la fecha de ese día».

—¿Conserva la pistola todavía?

—¡No, qué va!; la entregué. Era del modelo Stechkin, automática, dada a partir del tiro combativo con batería, y de ahí viene el obsequio.

«Después los encuentros con Fidel fueron más sistemáticos. Dimos el curso por Televisión de Universidad para Todos, un proyecto que ideó el Comandante en Jefe y tuve el honor de inaugurarlo con otros compañeros. Hoy qué queda: escribir otros cuentos; cuando salgan, y las memorias, por supuesto. Por tanto, seguir fiel a los principios; continuar  como un leal revolucionario y moriré así. Eso es todo», dijo Heras León, quien siempre prefiere su vocación primaria: la de Maestro.

 


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