Raúl Ferrer, un querube bravío
Por Luis Machado Ordetx
Detenido quedó en una valla de recreo exclusivo y natural. Olfateando al contrario midió las distancias, acunó ideas y destiló sueños. Tenía sangre hirviente, propia del temperamento y verbo. Siempre lo vi de esa forma, y no de otra. Era un hombre de músculo regocijado, cargado con palabras de intencionalidad juiciosa y metafórica.
De ahí afloró su nobleza, y dispuso del corazón para quemar frases e incinerar discursos y opiniones, pero... Prefirió halagarlas en el encendido camino de un oído capaz de percibir el murmullo de las hojas de la floresta. Delirando lo suyo, revoloteando inquieto, agitando las manos, siguió canturreando un disparo de querencias.
Así de ardiente lo intimé en el querube que esclarece, ríe, y se viste de sinceridad perdurables. Fue eso y mucho más. Quien lo trató, no dirá otra cosa. De lo contrario blasfemaría sobre el grueso cristal que ampararon los ojos. En el fondo era un «adolescente» dormido en el interior, deseoso de delirar...
Eso contó y, por supuesto, también lo constaté. Cuando lo percibí se esclareció la soberbia melodía... Era un ángel en remanso sonriente y, como criatura, se despojaba de las riquezas espirituales con la hondura del orfebre encumbrado en el encantamiento.
Es de aquí y de allá, sin punto fijo: en cubanía pletórica de «guajirigallos. En infinita gracia supo divertirse con probada sinceridad. Naturalizado en Yaguajay —sin residencia detenida en Narcisa, Caibarién, Santa Clara, Manzanillo, La Habana,..—, Raúl Ferrer Pérez es considerado un enconado polemista de punta a rabo. Si alguien difiere, pregúntenme para acentuar la definición, aunque... Otros, casi seguro, estarán de acuerdo con la profusión de las conjeturas.
Su exactitud: el entusiasmo espontáneo y vertiginoso que incita a la plática enjundiosa. La mejor vestimenta: la metáfora juguetona y tierna que brota de la garganta, y que tropieza en un eco con el juicio certero, inequívoco y total. La probidad: soberbia ante lo injusto, y el trato: cristalino con todos.
Desde que desprendió los párpados al mundo, allá en 1915, abrigó idéntico ropaje. No en balde instauraron atributos del tono expresivo y el santo o la seña del poeta-maestro. Los enunciados de ningún modo escaparon de la boca. Él acercó la vocación, y cogió las letras con el disfrute incalculable del que ostenta un querubín.
Donde pernoctó, siempre estiró y colocó el sabio brazo. Exaltó a las sementeras, delimitó imágenes, consolidó puntos de vista, afincó el delirio por la cubanía, polemizó con timoratos, y enraizó un testimonio que poseyó en las entrañas el sudor, esgrimiendo la voz de una caricia.
De ese caudal inagotable —manantial de pisadas—, germinó una afinidad que solo se apagará con la muerte: estaremos fundidos en el «recuerdo». De fiel era que, en un presentimiento de «despedida», bullía deseoso por recorrer Santa Clara y los sitios de antaño. Saldaría deudas, decía, y se marcharía contento. ¡Qué gratitud! Eso ocurrió en 1989, fecha del último encuentro.[1]
Nadie más simpático, por sus ocurrencias y maldades, y dado al cultivo de la hermandad, que este guajiro tierno de Yaguajay. El campo lo tenía prendido en la piel. ¿Quién advierte que, aún atiborrado de cosmopolitismos, pueda trastocarse la «lealtad» rural? Mentiría si planteo que las ocupaciones profesionales y las relaciones sociales lo embriagaron.
Siempre fue llano y limpio. Eso sí, jamás hubo alguien que le diera «gato por liebre»: escogía en el instante las prendas que engalanaban la conversación. El tiempo no borra las anécdotas, porque presidieron una confabulación silenciosa entre la cercanía y la distancia impuestas por el poeta.
Él —acoto con la potestad que asiste—, se dio de un modo singular, típico y valedero. En 1936, apareció en Santa Clara. Hurgó entre los conocidos y husmeó mi paradero en la calle San Mateo. Yo, casi en la juventud —dispensen la pretensión de «auto elogio—, poseía una forma de declamar muy propia. El visitante figuraba como invitado de la tertulia sabatina del club Umbrales, y consignaba la disposición de justipreciar, hasta el deleite, junto a un grupo de escritores, el arte que hacía.[2]
Asomó en la casa con desenfado, y sin dilación, espetó: «Quiero ser su amigo». Aquello atontó y hasta en soliloquio pregoné: « ¿De dónde habrá salido este hombre con alma de ruralista afiebrado?». Martí, enseguida, repercutió, porque: «Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea...».[3]
Todo quedó sellado. Por dentro era otro. A veces uno confunde la mirada, pero debe corregirla con prontitud. El timado fui yo. Luego rectifiqué y solicité disculpas tras el encontronazo, porque « [...] Hay tanta gente corta de vista mental que creen que toda la fruta se acaba con la cáscara...».[4]
A la casa y al aula de la Escuela Cívico-Rural, número 273, de Narcisa, en Yaguajay, fui para fascinarme con la inocencia que dispensan los niños y saborear de la poesía de su mentor. Él oficiaba como un maestro voraz y de prestigio. En sus huesos reposaba la complexión de un escolar rodeado de un menudo mundo infantil.[5]
Con el tiempo se desencadenaron los diálogos casi permanentes: estrechar las manos, el abrazo, y el envío de una carta, un mensaje personal, un poema de regalo, un telegrama... Se ingeniaba mil formas, medios y métodos para «atrapar» a los entusiastas colaboradores. Exigía, gustoso, la presencia de todos, porque necesitaba derrochar afectos: ofrendaba sinceridad.[6]
El delirio por la familia, los pequeños y los escritores, tenía tintes incalculables. A veces, reía de gozo. Expresaba que requería de solidaridad, como el estómago hambriento reclama un bocado de comida.
Santa Clara, Caibarién, Manzanillo, Matanzas, La Habana,... devinieron en escenarios de las citas. Siempre hubo un invariable y casi idéntico círculo: Manuel Navarro Luna,[7] Enrique Martínez Pérez,[8] Juan Marinello[9] y Jesús Orta Ruiz [Indio Naborí][10] y, por supuesto, yo con ellos. El respaldo y el entrañable cultivo de las artes, y la desprendida y perenne alegría por los infantes, representaron asideros refrendados por la amistad. No interpretaba otra cosa. La vitalidad era como el péndulo que apenas oscila en la integridad del humanista.
En los periplos, reunidos una que otra vez, apareció el contacto con Onelio Jorge Cardoso[11], los diálogos con Emilio Ballagas[12], Gaspar Jorge García Galló,[13] José Felipe Carneado[14], Nicolás Guillén[15], Carlos Rafael Rodríguez[16], Mirta Aguirre[17] y el dominicano Juan Bosch.[18]
Las tertulias de Umbrales lo tuvieron de insistente oficiante, y el bar Ideal, de Domingo Carreiras —en el Parque Vidal, de Santa Clara—, punto fijo para la polémica apasionada. En la gracia comunicante, con asiduidad, apreciamos el simple choteo popular, la risa amena, el humor refinado, el nacimiento de un verso contagioso, comprometido y abierto con las diatribas teóricas, y el reclamo de demandas en favor del pueblo.[19]
Jamás falté a una reunión con el joven «peleador fino» de Yaguajay. Concuerdo que eso atrajo y enraizaron los acoplamientos y el cariño insondable. Muchas metáforas procreó con el influjo de esas conversaciones —inspiradoras de meditaciones y del trotar por indefinidas partes—, y de la influencia aprehendida y entusiasta que marcó Martínez Pérez.
A este escritor lo consideró un «imán» capaz de impulsar corrientes e insuflar oxígeno en ambientes de corte social, campesino, humanístico y negrista. Eso encumbraba el ánimo de «sueño» y de imaginería, vistas como un «regalo» de la naturaleza. Él era un ídolo, su patrón: aunque nunca fundó un calco. De ahí las diferencias, pero supo apropiarse de las magníficas cualidades del más inédito de los poetas.[20]
En reiterados instantes y públicos se declaró deudor poético, y afectado estaba porque Martínez Pérez seguía «merodeando» —aún lo está—, en el más puro abandono de la Historia de la Literatura Cubana. Raúl afirmó, creo fue el primero, que las maneras de contar la realidad, en particular de Onelio Jorge Cardoso, pertenecen «en ciernes» al amigo. Sin lugar a duda, esas miradas fueron tomadas, enriquecidas y originadas a partir de la perspectiva de ese narrador del «silencio» oral o escrito. [21]
Todavía, antes del último diálogo con Raúl Ferrer Pérez, aquí en Santa Clara —cuando ya las quejas por la quebrantada salud lo cortejaban—, de soslayo, volvió a la carga y espetó que se sentía dolido, porque nada, en lo absoluto, se discernía sobre las ricas metáforas que estructuró el «otro» en la profusa soledad del que compone anécdotas.
Idas y venidas a Santa Clara, inigualables como ninguna, volcaron a todos a una bohemia aparente, a las charlas fluidas, a los recorridos por las calles —ausentes al paso del viento—, a las «conspiraciones» con la noche, el carenar en cafeterías, bares... Allí surgieron otras amistades que afincaron en el arte y la literatura un pensamiento común.
Similar actitud azotó a Caibarién. La presencia en esta ciudad era un torbellino efusivo entre cofrades. Ya parte de su familia residía en La Habana, donde floreció la tertulia de Pancho Arango, en la calle Prensa, número 205, en el universo barroquista del Cerro.[22]
Por los 50 se conmovía en pleitesías. Un día se personó aquí con un poema —de cadencia negra—, que penetraba en la temática social. Él notaba que rivalizaba en «compromiso» con las mejores piezas de Martínez Pérez —no lo negó, al contrario, vislumbró el allegro—, y se llenó la boca de inconfundible humor popular para enseñarme la pieza. Sin presunción, irradiaba devoción.
Por título: «Progreso». Con jocosidad perpetua me lo regaló para incluirlo en la declamación. Así, esos versos pasaron por escenarios y retumbaron en su época: conservo el original. Nunca abjuré de esas letras. Estaban correctamente escritas, y crecían en el afiebrado ritmo de la vocación. Su perfil de artesano era como un duende esclarecido, definido y delimitado...
Los recursos tropológicos y la elocución poética tenían parecido a los incorporados en El romancillo de las cosas negras y otros poemas escolares.[23] Sin embargo —al igual que «Fiesta», «Reivindicación del dientuso» y «Respuesta del buen marido»—, se propagó gracias a la inquebrantable misión encarnada por recitadores, conceptuados como pulidores de versos. Aún esos textos están protegidos en los respectivos originales. De oído en oído —abriendo surcos al aire, tironeando la esperanza y canturreando la existencia—, conquistaron una página salvada al involuntario olvido.[24]
Raúl pasó por ese trance. Nunca fue un perseguidor de ediciones y, entre las décadas del 30 al 50, consiguió varias pugnas y difusiones, dada la «grandilocuencia» del declamador. No obstante —para nunca ser menos que nadie—, moldeó algunas de esas líneas en Archipiélago, una voz de tierra adentro para el Continente. En la publicación también cristalizó su otra naturalidad: el pequeño comentario literario.[25]
Claro, Ferrer Pérez en ocasiones perdió el nombre, y acogió el de «Reivindicador de los dientes grandes y afilados». Era como una espuela poética. Con eso promulgaba la devota admiración hacia los sujetos particulares que defendía Martínez Pérez.
El carácter jacarandoso del temperamento —de dicharachero diario y polemista acerado—, delimitaba el acento que otorgaba a la estrofa. No eludió en su «cuerda» una sentencia refinada, profunda y aceitada con ritmo y atinada musicalidad.
Canción y tesitura eran monolíticas. Nada agregaba gratuitamente el oído receptor. Todo recaía en un pacto de soledad creativa. El carisma se escondía en la llaneza del trato, la frase espontánea y la disertación abarcadora... Ese galardón no se apagó de su boca, y nació con él. Hasta el último aliento fue un «infante» que se estremecía pletórico, innato. En el aula de la escuelita de Narcisa —donde fungía, además, como sempiterno maestro—, emergió el antológico «Romance de la niña mala». En los atributos, cualquiera advierte la añoranza y la sinceridad humana: son peculiaridades puntales de la clase y la lección.
Lo mismo convertía el aula en salón de baile y disfraces, que enseñaba a amar a la Patria de disímiles formas. Los amigos instauraban tribunas para incitar la sabiduría del inocente que acicala la imaginación ante las insospechadas realidades. ¿Quién no ocupó, de una forma u otra, con placer, el más humilde los pupitres? ¿Cuántos no compartimos el mendrugo y las frutas silvestres recogidas o adquiridas en los alrededores del pueblo? Todos, responderán los que están muertos, y los vivos también lo asegurarán. Lo consiento.
Como fragantes lirios, cuando abren los seis pétalos a los cuatro vientos, estuvimos allí, en la modesta casa, y ofrecimos clases, al compás de la sabiduría y la liturgia de la palabra. Comprendimos entonces ese infinito espacio del respetable escritor y maestro. Siempre poseyó en la confabulación del diálogo un tono único, una sentencia abarcadora: la amistad y el respeto por el otro.
Guardo —entre las cosas más queridas de Yaguajay— un diminuto papelito impreso con la angelical añoranza de una adolescente que apenas se deshacía de los hábitos de humilde campesina. Ya está amarillento, pero... Conserva la pulgarada impuesta por el pulidor. Esa pequeña hojita, devenida en incunabulum, dice: «Nuestro amigo se nos va». Central Narcisa, marzo 26 de 1942. 90 de Martí. Dolores Domínguez González.[26]
Los que intimaron en las mañanas, las tardes o las noches, a aquel agitado cuerpo de ideas vertiginosas, maduras, inusitadas, hace ya 50, 40, 30 ó menos años, no olvidarán que en el centro estaba el educador Raúl Ferrer Pérez. Funcionaba, sí, como un extraordinario magíster: la huella telúrica, al realzar a Martí, adquiere un profundo sentido de pertenencia y admiración. Él, guajiro de «pico fino», sé que jamás abdicó de esa concepción.
Idénticos destellos sostuvo, a partir de 1953, cuando comenzó a residir en La Habana y tomó mayor cariño por los barrios y las calles pobres de la ciudad. Siempre el rostro del hombre humilde lo contagió. Oficiaba en la escuela pública de la calle Enamorado, entre Serrano y Poey. Allí evidenció la forma de frecuentar la poesía y perseguir otros afectos de insuperable gala: la palabra.
Las tertulias ahora eran en la casa de Pancho Arango, donde la cultura se jalonaba sin estridencias, elites y grupúsculos, al organizarse fraternales discusiones sin meras presentación de asistentes.
Jesús Orta Ruiz [Indio Naborí], José Ángel Buesa,[27] Raquel[28] y Vicente F. Revuelta,[29] Ody Breijo[30] y Ramiro de Armas,[31] eran de los habituados sabáticos. Como quienes van camino a la floresta, en las mañanas de verano o invierno, todos se juntaban. Frecuentemente íbamos a La Habana los amigos de Santa Clara y Caibarién. Un espacio al diálogo fecundó, en esa ocasión, para el fomento del acontecimiento literario, de donde salíamos rejuvenecidos.
Ese aire natural —de poeta de fácil fraseología, de labios rápidos en la pronunciación, de agitado contoneo, de gallo fiero, en disputa y lidia, de orfebre de meditaciones, y protector de recursos y formas líricas incalculables—, acudía a Ferrer Pérez como un obstinado preceptor. Era un curtidor, conformador de celdas con mieles y versos —aún inéditos—, el que yacía erguido ante nosotros y esperaba o escuchaba en un punto fijo.
La poesía que germinó desenvuelta, minuto a minuto, cantó al amor, y recreó la infancia y la naturaleza. De similar modo enfatizó en la utilidad del suceso histórico: particularidades del retoño inspirado por los hombres y su época. Los versos y las preocupaciones, revelaban al hombre en imparcial dimensión, y sentenció que: «De mi voz he llevado la poesía, como se lleva a un niño de la mano».[32] En realidad todo lo plasmó con su insobornable actuación.
Esa sonoridad que ondulaba en el interior —acotado en los 169 poemas de Viajero sin retorno, 1979—, saborea el paisaje, la belleza femenina, la inocencia infantil y la recreación que inquieta en denuncia social.
El humor con tinte negrista anota precisión: se explaya en un discurso que perpetúa las estampas de otros creadores permeados de similares quehaceres literarios. No será la primera ocasión en que Ferrer Pérez sorprenda, y amplíe sus horizontes poéticos. La carcajada tiende a convertirse en realidad, y la ironía late y el choteo fortifica. En otras piezas —inéditas o contenidas en mí archivo—, se nota con mayor reiteración. Aseguro que representan un modo poco usual de encarar la realidad y transformarla. Así se aprecia en: «Reivindicación del dientuso» ¡Oh, qué pasa, Miguelito! Aquí, buscando un señó Trigueño, de bigotico... ¿No lo a’bito? Chico, nó. Pero si me dá ma seña Pué sé que lo jame yo. Chico, uno que vende ingierto y que hace mucho cuento y cosa para la to Pué te soy franco, Migué No conoce ese señó... ¿Y pa qué... ¡Míralo! Ta asiendo cuento... e mimito... E’mimo e, tú lo quería, que lo anda buscando hoy. Poque se trae un abuso... ¿E' no sabe quién soy yo? Si lo encuentro tú verá la galleta que le doy.El poema es largo: metáforas, ironías y prosopopeyas, entre otras figuras retóricas, evidencian el regodeo por lo controvertible. También coexiste la «perfección» estilística, y la comunión del contenido y la forma. La risa y el jugueteo se decantan hasta fundirse con moralejas y anécdotas sentenciosas. [33]
En otras piezas de El romancillo..., recursos y temas despliegan el oficio a partir de la reciedumbre guajira y la estirpe popular que ronda. La envoltura intelectual, y literaria, afloraban lúcidas y edificantes en la composición. Tal constituyó el caso de los romances, donde brilló el dedicado a «la niña mala».
Sin embargo, distinguió en lo explícito, partiendo del octosílabo asonantado, para entroncar con la décima campesina. Galopó en el soneto y engalanó un serventesio o una elegía. Lo que tocó en gracia, humor y esplendor criollos —con el mayor aplomo—, tuvo una sentencia formal y estilística que lo circunda. En él hubo música y armonía, y como si la noche se pegara al día, el sonido era rima y melodía.
En «Arte poética» —apertura de Viajero sin...—, clareó el definidor estético y el tallador del concepto: «Ni un verso para hacerme una corona,/ ni verso de acicate a mis instintos,/ ni una musa de versos para el llanto./ Mejor los llevo al viento».[34]
Todo aconteció en ese parámetro. Jamás cargó el cetro ceñido al cuerpo, sino pegado al cinto, dobladito —como un pañuelo, en el bolsillo, empapado del sudor de la piel, del calor de lo efusivo—, aferrado a la criatura que lo engendró. Así lo conocí y lo reconozco.
Su verso cantó a la realidad, a las dolencias y querencias, para retoñar en manantial. El inseparable movimiento del orfebre —del escultor, y el nítido alfarero—, se resistía, y en poesía encarnaba un sagrado. Solo dos libros: El romancillo de... y Viajero sin...[35] Los escritos restantes tienen un vago asomo en publicaciones periódicas.[36]
Sabe Dios quién atesora maravillas dispersas y acunadas en terrenos y horarios tan diversos. Todo lo regalaba: comprendía que vendrían quienes con sumo celo lo conservarían. Todavía las piezas «asignadas» a mí mantienen la temperatura fresca del papel, y el tierno olor, dulce y saltarino, de la tinta de imprenta.
Poemas y estrofas —y no fueron pocos—, pasaron al olvido. Perdidos yacen en lo efímero que legitima un espacio en formas y colores... Ese instinto fino, para «encerrar» la metáfora en un puño, lo impulsó hacia una polémica enconada y sistemática con un «extraño» lírico surgido en Yaguajay. Ese «personalillo» pretendió desolar las diferentes maneras de composición con actos injustificados y vulgares: encolerizó las costumbres y a los moradores del pueblo.
Como un gladiador, atacó Ferrer Pérez a un «autotitulado escribano» que, con creyones de colores «apostaba las metáforas» en los cristales visibles de los centros comerciales. En un amanecer las vidrieras aparecieron llenas de «letrillas» de toda estirpe. Allí confluían versos bien fundamentados y otros combinados con mala entraña.
Él solo atinó a contestar. No lo hizo desde el silencio escurridizo y anónimo de la noche, como el otro, sino a pecho limpio, con la frescura de las entrañas. Redactó una vez —sacando a relucir la cara poética—, deseoso de que surgiera la réplica. El «presunto» abandonó el campo de batalla y se sumergió en idéntico parecer al que lo vio nacer: el anonimato. En pocas ocasiones —tal vez ninguna, que conozca—, este tipo de poética fue contemplado en idéntico trance de un pueblito cubano.
Los amigos, que respetaban el talento y la entereza de Ferrer Pérez, lo elogiaron por despampanar en la raya al «excéntrico». No era de los que callaban ante las injusticias, pero deseaba tantear las «armas» del otro, imponiendo la honestidad adecuada. Nadie regañará esta variante estrófica, efímera, perdida y en olvido, por tuvo su inusual validez.[37]
Eso le valió para aclarar en «Aquí» que: «Un poeta es un hombre cuando dice la verdad». En «Conmigo» bulle en celo y cuenta que: «Mi corazón cargado de universos/ se diluye en las rimas y te nombra/ y aunque le falta, viaja en tu sombra/ va conmigo en la noche de los versos». Hay dolor, lo creo, es interno, y parió y sufrió hasta el desgarramiento con la aparición de los versos. Después los recreó, a la par que exteriorizó su inocencia.[38]
En Cuba no hay nada más antológico —olvidado, porque permanece escondido, sin editar—, en despliegue y sentido que «Respuesta del buen marido». Es una autodefensa a la esposa, a las mujeres de esta tierra, a la novia, y al tono suave y mágico que fomenta el alma femenina.
Diría que es un clásico no cotejado en libro alguno. En el plano personal lo considero una leyenda para cualquier época, dado por la emoción, el modo de entender el enfrentamiento y los atributos o símbolos que deshila. El alegato ostenta una proyección cinematográfica, discursiva y conversacional, legítimas para un reconocimiento.
Por la ubicuidad —el lugar o auditorio—, enarbola ánimos en la vehemencia que resguarda lo compartido. Nada engrandece más a un texto de ese calibre y dimensión. Su título:
«Respuesta del buen marido» «Amor» que nunca besas, «Amor de mal vivir», la mujer con quien duermo necesita dormir. ¡Jamás se siente sola ni el ardor la rebaja porque está satisfecha del amor... y trabaja! ¡Sobre el febril reclamo, bajo el temblor ligero, más que macho y marido, yo soy su compañero! Que sé cuando el hombre se siente satisfecho ni a la estrofa ni al parque lleva cosas del lecho. Que ansiamos el minuto en que la carne grite y sólo a sus palabras volvemos, si repite. Es placer al rendirse al calor de la hembra en cuyo puro seno realizamos la siembra y en la que cultivamos el rosal de otros nexos con un placer más hondo que la unión de los sexos. En amor mayor gusto cuando menos alarde. ¡Por eso se equivoca tu lujuria en la tarde pero si, como dices, es dulce, clara y bella, tu calumnia y tu envidia no llegarán a ella! Tú quieres que ella vaya besándome ante todos, pero ella sabe hacerlo de otros discretos modos. Quisiera contemplarme bebiendo su hermosura, haciendo de la calle una gran cerradura. Tú que manchas el verso cantando el adulterio, es justo que no puedas medir a un hombre serio, y aseguras que todas las hembras son infieles con tu filosofía de vicios y burdeles. ¡Bien se ve que no sabes lo que es un gran cariño que comienza con un beso y termina con un niño! Hay mucho a qué cantarle, para que los poetas sigan las cortesanas y ridículas tretas de ociosos pescadores con versos de carnada, tirando sus anzuelos a mujeres casadas. Eleva tus punzantes instintos animales hacia el urgente rumbo de luchas e ideales. La mujer es poesía. Y el verso la requiere para ayudar al hombre a vencer lo que muere, a edificar un mundo de firmes alegrías que debiera el poeta cantar todos los días.[39]Al enumerar los poemas y sus magnitudes, se encomian las fijaciones del creador. Circunscribir es la apostura, no cabe duda, y aprender del hombre hasta lo minucioso —tras la partícula que se acopla a la epidermis—, la misión acogedora.
Refiere elegancia en sentimientos: ratifica la podredumbre que observa en el otro, con la punición de una «eticidad» que transgredió el cauce, para acotar la diferencia de pareceres.
El lenguaje no se silencia en frases perfectas y engalanadas. Realza el adiestramiento del magisterio, y engrandece la capacidad amatoria hacia lo opuesto. Llegaba, incluso, al calificativo de «prodigiosa sementera». Dentro de la Historia de la Literatura Cubana, que sepa, «eterniza» un gesto admirable y explayado para el alma femenina. La vocación «aprisiona» los derroteros del contorno.
Todo el caudal abarcador de entusiasmos, la agilidad de la palabra que cercena, del palomo libre y manso, del río incontenible, del gallo fiero —carente del más lejano espichón—, residía ahí, al alcance de todos, sin una queja o un reclamo.
La mirada que penetra en la nimia cotidianidad lo envolvió en carácter campechano. Él rompió centenares de poemas —lo sé yo—, y también ofrendó a lo efímero un número y guardó los de su preferencia. Tenían una perseverante: el reposo y la ebullición de la música, el campo, la hidalguía notable y el prójimo disimulado en una rica osamenta.
Raúl Ferrer Pérez fue, y es, con todos los granos de la arena, un lírico —aunque acérrimo enemigo de preparar libros—, y por su sello tajó las perspectivas del acabado artesanal: la orfebrería. Yacía allí, donde la mano perseguía al ojo.
La sabiduría prevenida a la acogedora canturía fundó su distinción. Era un gallo henchido en el labrantío: manso cuando había que serlo y fiero en cualquier lidia. Revelaba una clarinada suya —entera y ajustada—, capaz de entonar una limpia sugerencia. Ahí gravita su patético parangón, abierto a la inoculación y el cobijo del rocío y la hierba. Esas fueron y serán, en síntesis, los inseparables credos de una inspiración.
1 comentario
Pedro Javier Hernàndez Fèlix -