POLO MONTAÑEZ, UN RELÁMPAGO CUBANO
Por Luis Machado Ordetx
A siete años del fallecimiento de un ídolo de la cancionística cubana, otras palmas estremecen el lirismo de una voz inigualable que hace ecos permanentes en los auditorios hispanos de todo el mundo: Polo Montañez vive.
Por ese azar concurrente que origina una desgracia en la existencia humana, el compositor y vocalista Fernando Borrego Linares, sencillamente Polo Montañez, se escapó de la vida en fecha temprana; solo 47 años tenía cuando falleció en 2002 víctima de un accidente automovilístico que lo privó de seguir contemplando estrellas y auditorios en el infinito encuentro con las latitudes de nuestro universo.
Allá en lo intrincado de la Sierra del Rosario, en Pinar del Río, Cuba, nació apegado a las tradiciones campesinas, sus ritmos, melodías y manera de ser ocurrente; un gusto por la comida guajira y el ser de monte adentro lo atrajo siempre a su humildad; de ahí su riqueza espiritual; su fiereza autodidacta para recorrer los parajes que lo autodefinieron en la corta trayectoria artística que lo sitúo entre los mejores compositores de Sudamérica en los últimos 10 años que marcaron el siglo que ya se escapó.
El nombre de Polo Montañez, se afincó en la tierra cubana como una leyenda vida en el cultivo del son y el bolero; desde las emisoras de radios, CD piratas y auténticos, invadió hogares y fiestas populares; su jovialidad se apagó con el fatídico accidente; ahora queda el recuerdo perpetuo; el deseo de su grupo musical de proseguir el camino de un ídolo; ya no es lo mismo que antes; falta el líder; el alma inspiradora se fugo a los caminos estelares, tal parece el acertijo de aquel preludio de unos de sus temas favoritos en que insistía con asiduidad:.
«Y cuando esté en el cielo
cuando ya esté en la cima
voy a luchar para eso
para mantenerme arriba
y a pesar de los años
de las horas perdidas
comenzaré de nuevo
empezaré otra vida.»
Era su marcado presagio, surgido cuando apenas tenía diez años, dicen sus coetáneos, y se presentaba como el solista de las fiestas familiares de Navidad; de fine de diciembre; era como la risa en la copia y las modulaciones de los cantantes románticos en boga por entonces; del alma guajira, entre el bohío querido de los progenitores, el humo incesante de los hornos de carbón y los amores frustrados, surgió para siempre el delirio por la música, la composición poética y el ritmo del acordeón y el dicharacho campesino del que jamás pudo despegarse.
Tal vez por eso miró tanto a las estrellas, contempló los estadíos de la luna; durmió al calor y el frío de la tierra; entre el sombrajo de los árboles y el canturreo de las aves de corras y aquellas silvestres que, autóctonas de la serranía, prodigaban caminos infinitos a la inspiración musical; y así creció el encuentro singular con las cuerdas de una guitarra; con los escenarios desconocidos; con los auditorios anónimos.
Dicen sus biógrafos, y ahora surgen muchos tras el mito histórico que cimentó Polo Montañez, que formó un sexteto familiar integrado por el padre, los hermanos y otros amigos, y a principios de los años 90 arrancó su carrera de músico profesional, como vocalista, tresero y compositor; incluso llegó a precisar que: «Ahora me doy cuenta de que entre las cuerdas y la percusión estaba el camino de la música cubana, el que más tarde me trazaría como un objetivo en la vida»; para entonces, el monte se convirtió en savia inspiradora de una riqueza sonora inigualable tras la aparición del primer disco: "Guajiro Natural",del sello LUSAFRICA, y luego de 2001 da a conocer "Guitarra Mía"; temas de la altura lírica de "Un montón de estrellas", hacen furor en los oyentes de emisoras latinoamericanas; en Cuba hace soñar a más de un romántico en reconquistar un proyecto espiritual o material pendiente o trunco por un instante.
Hacía días, tras el fatídico accidente automovilístico, que la muerte rondaba al guajiro de El Burrito, en Pinar del Río; los médicos cubanos, la ciencia y la gracia, junto al público que admiraba su aura estaban de parte de la salvación; el cuerpo, casi sin vida batallaba por un aliento, cuando el martes 26 de noviembre de 2002, las agencias noticiosas trajeron la dolorosa primicia: fallecía el mítico compositor de lo más recóndito del occidente de nuestra Isla; se apagaba un mito y resurgía otro; ya las cosas no son las mismas en los tiempos de su existencia junto a la guitarra; el tres, la melodía expuesta en un escenario; una radio cassetera hogareña o una emisora de radio; pero queda el imperecedero recuerdo de un ídolo en su paso fugaz por la tierra.
¿Cómo olvidar aquel antológico texto de "Un montón de estrellas"; ese que cuenta el por qué "(...) yo en el amor soy un idiota"? ¿Quién no lo es? Todos aspiramos a la más o la menos sugerente de las utopías, con o sin corrientes placenteras para cualquier viaje por la tierra; y de esa forma, también presagiamos nuestra idiotez aparente para unos; placenteras para otros que soñamos desde el presente por un futuro mejor que aquel en el que hoy estamos situados en el tiempo. Polo Montañez desde su legendaria tozudez tenía la más absoluta de las históricas razones para seguir soñando su razón de ser por siempre: la del poeta que canta a lo verosímil y lo inverosímil de una idea preñada de historias.
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