Ni relativismos sin riberas, ni abandono del ejercicio del criterio, ni renuncia al ideal de justicia
Por Luis Toledo Sande
Cuando en un coloquio sobre José Martí un ponente sostuvo que el discurso conocido comoCon todos, y para el bien de todos es acaso el más excluyente de los pronunciados por el héroe, hubo quien puso el grito en el cielo. ¡Cómo decir semejante cosa de un texto signado por la voluntad unitaria que le da conclusión y título!
La reacción que suscitó aquel ponente se explica, en gran medida, por la tendencia que, no ajena a su grandeza –volcada en su pensamiento y en sus textos–, ha generado frases como esa según la cual “Martí sirve para todo”. Pero no, no sirve para todo, sino para lo que sirve, para lo que está inconfundiblemente plasmado, ideas mediante y calzado con actos, en su palabra.
De modo consciente o inconsciente, la refutación aludida se emparienta con gestos de personas y tendencias no solo variopintas, sino diametralmente opuestas. Lo son muchas de las que han afirmado sentirse representadas en el autor para quien parece destinado el neologismo con que él mismo tituló uno de sus poemas: “Homagno”, hombre magno.
Nada sugiere que fuera dolosa la intención de Marco Pitchon en José Martí y la comprensión humana (La Habana, 1957), curioso libro que el sabio Fernando Ortiz prologó con un texto ahondador: “La fama póstuma de José Martí”. Por las páginas del volumen desfilan lo humano y lo divino. En una muestra amplia y diversa, escritores y pensadores, políticos –no faltarán algunos innombrables– y dignidades religiosas declaran coincidentes las ideas de Martí y las suyas.
Motivos y evidencias sobran para saber que, a menudo, en la falsa identificación con Martí ha funcionado el oportunismo, incluso desfachatado. Desde otros ángulos, también se debe contar el deseo, hasta sano, de evadir reprobaciones como las que él lanzó contra determinadas conductas. Entre estas no escasean las de instituciones y representantes de religiones, señaladamente la católica, la más connotada o dominante en nuestra América.
Sobre todo en los Estados Unidos señaló otras que contribuían igualmente a profanar el cristianismo, los ideales del Jesús con quien se identificó por ética, espiritualidad y sentido de justicia, aunque sin verlo como el hijo encarnado de Dios. La posición martiana –que para la unión de religiosos y no religiosos anticipó líneas del pensamiento revolucionario del siglo XX (y del XXI)– supo apreciarla un eminente estudioso de su obra, Cintio Vitier, patriota y católico honrado.
El costado religioso del tema se menciona aquí no para reavivar contiendas doctrinarias, sino porque trae a la memoria un hecho asociado a buenos propósitos. Se ubica en el afán de impugnar estrecheces de posiciones ateocráticas –a veces solo diferenciadas de las opuestas por una diminuta a–, y refutar modos equivocados de apreciar el matizado anticlericalismo de Martí, quien también tuvo una personal religiosidad.
Un sacerdote católico –amigo, sabio y cubano legítimo, cuyo nombre se omite porque, al no estar ya en este mundo, no podría ocupar su lugar en el diálogo– negó que Martí fuera anticlerical, pues no era un ser anti-, sino un ser pro-. Ciertamente el autor de “Hombre de campo” no se define como negador, sino como creador en busca de caminos –recordemos el pórtico de Ismaelillo– para el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud. Pero que negó, negó. Quien nada niega, ¿no es sospechoso?
Todos sus actos revelan un fundador: desde la lucha política, patriótica, hasta la poesía, pasando por un legado abarcador como pocos. “Verso, o nos condenan juntos, / O nos salvamos los dos”, afirmó como conclusión de sus Versos sencillos. Siempre que lo entendió necesario fue anti-: anticolonialista, antiesclavista, antimperialista, antirracista, antinjusticia, antidogmático… En su contexto fue lo que hoy algunos llamarían antisistema: estuvo esencialmente contra la realidad sociopolítica de los entornos por donde transcurrió su largo peregrinar.
No es nueva, pero se ha puesto de moda, y tiene poderosos propulsores, la llamada desideologización, que no es ni más ni menos que la demolición de una ideología, la revolucionaria y emancipadora, para suplantarla por otra, la conservadora o contrarrevolucionaria, enmascarada a veces con una especie de elegante asepsia, o abulia. Esa moda conviene especialmente a los continuadores del imperio contra el cual, el día antes de caer en combate, Martí expresó que estaba dirigido todo cuanto él había hecho, y haría.
El imperio y sus compinches verían con especial agrado que el héroe de Dos Ríos acabara visto como el productor de un discurso –su obra toda, no solo una de sus piezas oratorias– con mucha belleza verbal, mucha melodía y ningún contenido. Eso significaría un relativismo sin riberas, que llegaría al absurdo, o, para decirlo de otro modo, pararía en la castración del mensaje que conscientemente plasmó él en sus textos.
En un artículo se encargó de sostener: “A la raíz va el hombre verdadero. Radical no es más que eso: el que va a las raíces. No se llame radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no ayude a la seguridad y dicha de los demás hombres”. Contra esa brújula se lanza en la actualidad una maniobra que a veces causa estragos hasta en la prensa cubana: convertir radical en sinónimo no ya de revoltoso, sino de violento irracional, criminal, terrorista.
Este último vocablo equivale a otros con los cuales los opresores en tiempos de Martí procuraban satanizarlo a él, y a los revolucionarios en general: facineroso, insurrecto, filibustero. Todo eso, y más, era para los colonialistas e imperialistas el organizador de una guerra de liberación nacional en la que dio la vida por la patria, por la independencia de nuestra América, por el equilibrio del mundo y aun por el honor de “la Roma americana”. Esta –denunció él lo que ya era crimen en marcha–, “en el desarrollo de su territorio –por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles– hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo”.
La vigencia de sus ideas sigue en pie para las relaciones internacionales y para la marcha interna de cada pueblo, empezando por el suyo: el natal, y se sabe que respondió igualmente a otro mayor, la humanidad. En esos ámbitos su legado sirve para defender la justicia, no para negarla o soslayarla. Solo traicionando a su héroe podría Cuba desertar de la voluntad justiciera, centro de la lucha política encabezada por el más universal de sus hijos, cuyas ansias de equidad social son aún más significativas porque no eran cuestión de doctrina, sino profunda convicción humana.
Organizó un movimiento de liberación nacional que debía encarar las fuerzas del colonialismo español para sacarlo de Cuba, y las del naciente imperialismo estadounidense para impedir que se apoderara de las Antillas y se le facilitaran con ello sus planes de hegemonía continental y mundial. Tales urgencias –aunque no le correspondiera acometer planes socialistas– contribuyeron a que su proyecto político se fortaleciera con la decisión nacida ante monstruosidades de la esclavitud de viejo sello, y alimentada por su conocimiento del mundo de los trabajadores desde su familia hasta su propia experiencia personal.
Versos sencillos encarna esa decisión, que abrazó sin vacilar y explícita o implícitamente se aprecia en otros textos, como algunos de Patria, el periódico de la revolución: echar su suerte con los pobres de la tierra. En su entorno sobresalieron el abandono de la causa patriótica por los más ricos, el carácter oligárquico de la potencia que se aprestaba a ensayar un nuevo “sistema de colonización”, y el apoyo de los más humildes –a quienes llamó incluso “héroes de la miseria”– a su labor revolucionaria.
Sus ideas políticas no fueron ajenas ni indiferentes a la cuestión social. En el artículo de Patria aludido –que se publicó el 24 de octubre de 1894, cuatro meses antes de estallar la guerra– sostuvo: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”. Se bregaba por “una república invisible y tal vez ingrata”, “por la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre ellos”.
Sabía que “un pueblo está hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo, que acapara, y de la justicia, que se rebela: de la soberbia, que sujeta y deprime, y del decoro, que no priva al soberbio de su puesto, ni cede el suyo”.
Aprensiones y claras advertencias abundan en sus escritos. En las Bases del Partido Revolucionario Cubano fijó el propósito de “fundar […] un pueblo nuevo y de sincera democracia […] en una sociedad compuesta para la esclavitud”.
En tránsito de Montecristi a Cabo Haitiano para llegar a Cuba y ocupar su lugar en la guerra, la lectura de un libro lo mueve a estampar en su diario su satisfacción con “la igualdad única duradera”, y con “la paz solo asequible cuando la suma de desigualdades llegue al límite mínimo en que las impone y retiene necesariamente la misma naturaleza humana”, que él veía idéntica en esencia a nivel universal.
Asiduamente refutó falacias racistas dirigidas a legitimar la desigualdad entre los seres humanos, y al hacerlo en un apunte del cuaderno identificado con el número 18 en sus Obras completas, trazó una generalización que desborda el tema: “así se va, por la ciencia verdadera, a la equidad humana: mientras que lo otro es ir, por la ciencia superficial, a la justificación de la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la de la tiranía”.
Portador de ese pensamiento, pronunció el discurso citado al inicio. En él expresó la aspiración de que Cuba alcanzara “un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros”, y añadió: “ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”. Pero a ese bien se oponían fuerzas varias, foráneas y nativas, autoexcluidas del proyecto revolucionario que él fraguaba, y eso conducía a las exclusiones registradas en el discurso.
No era que él, honrado artífice de la unidad indispensable, asumiera posiciones sectarias y cerrara puertas que debían mantenerse abiertas. Adalid en el reclamo de que cada ser humano ejerciera el deber de pensar por sí, tampoco se proponía ahogar opiniones, pues –lo afirmó de distintos modos– de todas las de sus hijos estaba hecha Cuba. Pero no todas las opiniones merecían la misma aceptación.
En lo interno cubano debía tenerse en cuenta, y enfrentarlos, a los cómplices de las calamidades coloniales, de “la gangrena que empieza a roer el corazón”; y también a “los petimetres de la política”, que se pondrían “a refunfuñar el patriotismo de polvos de arroz, so pretexto de que los pueblos, en el sudor de la creación, no dan siempre olor de clavellina”. Frente a tales rémoras pide dar “paso a los que no tienen miedo a la luz”, y aunque solicita “caridad para los que tiemblan de sus rayos”, no vacila en condenar a quienes se oponen a la revolución, o la dañan.
De los demagogos dice: “¡Clávese la lengua del adulador popular, y cuélguese al viento como banderola de ignominia, donde sea castigo de los que adelantan sus ambiciones azuzando en vano la pena de los que padecen, u ocultándoles verdades esenciales de su problema, o levantándoles la ira […]!”. No repudia solo a los demagogos: “¡[…] al lado de la lengua de los aduladores, clávese la de los que se niegan a la justicia!”. Como “la mano de la colonia […] no dejará a su hora de venírsenos encima, disfrazada con el guante de la república”, avisa: “¡Y cuidado, cubanos, que hay guantes tan bien imitados que no se diferencian de la mano natural!”.
Contra quienes propalan miedos –ya fuese “a las tribulaciones de la guerra”, “al que más ha sufrido en Cuba por la privación de la libertad” (el “negro generoso”, el “hermano negro”), o al español honrado–, lanza un “¡Mienten!” tras otro. La acusación se concentra en aquellos a quienes llama lindoros, olimpos de pisapel y alzacolas. Ellos hacen pensar en los señores –anexionistas o autonomistas– que el día antes de caer en combate califica de celestinos, porque prefieren “un amo, yanqui o español”, que les asegure sus privilegios, y desprecian a “la masa inteligente y creadora de blancos y negros”.
No por gusto, casi al inicio del discurso citado, menciona al “dueño codicioso” frente al cual han fundado un pueblo de amor sus compatriotas que lo recibieron y lo escuchaban en Tampa, y en el mismo texto exclama: “¡Esta es la turba obrera, el arca de nuestra alianza, el tahalí, bordado de mano de mujer, donde se ha guardado la espada de Cuba, el arenal redentor donde se edifica, y se perdona, y se prevé y se ama!”.
Las desigualdades injustas eran un hecho objetivo, y podían ser inevitables entonces, como podrán serlo quién sabe hasta cuándo. Pero el revolucionario fundador que echaba su suerte con los pobres de la tierra tenía clara su opción. En carta de mayo de 1894 le habla a su amigo Fermín Valdés Domínguez de peligros que, como el oportunismo y las lecturas mal entendidas –y, pudiéramos añadir, la falta de caminos visibles–, asediaban, “como a tantas otras”, a “la idea socialista”. Pero es terminante al decir: “siempre con la justicia, tú y yo, porque los errores de su forma no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa”.
Su identificación con “la fuerza moderadora del alma popular” –cuya ausencia lo inquietaba aunque se diera en el más ostensible de sus inspiradores, Simón Bolívar– no significaba apatía, resignación, pasividad. Su preferencia por métodos no violentos no implicaba renunciar a la más alta expresión de violencia, la guerra, si esta era necesaria, y previó que la lucha contra la injusticia social podría necesitarse también en la república.
La ternura y la delicadeza, que le permitían dialogar con niñas y niños, y maravillarse, en campaña, con el espectáculo de la naturaleza, con la noche bella, con la música de la selva, fueron también cimientos de su actitud, junto a la firmeza. Nada tuvieron de flojeras culpables. Y la imposibilidad de erradicar en su tiempo la injusticia social no lo llevó a desentenderse de los ideales de la equidad. En todo mostró una voluntad que no cedió ante obstáculos ni ante consejos inmorales dictados por conveniencias oportunistas.
Resueltamente expuso en su alabanza póstuma a Federico Proaño, publicada en Patria el 8 de septiembre de 1894: “Cuando se va a un oficio útil, como el de poner a los hombres amistosos en el goce de la tierra trabajada –y de su idea libre, que ahorra sangre al mundo,– si sale un leño al camino, y no deja pasar, se echa el leño a un lado, o se le abre en dos, y se pasa: y así se entra, por sobre el hombre roto en dos, si el hombre es quien nos sale al camino”. Lo tenía claro: “El hombre no tiene derecho a oponerse al bien del hombre. Esto es lo mismo en Lima que en Quito, y en Guatemala que en San José: quien ve al hombre mermado, pelea por volverlo a sí, como Proaño peleó”.
Con los topónimos citados puntea la trayectoria del periodista ecuatoriano elogiado, pero para hablar de sí mismo pudo haber añadido La Habana, Madrid, Nueva York, la Sierra Maestra, nuestra América toda. Quien se expresa en aquellos términos poco tiempo antes de estallar la guerra cuyos preparativos él encabezaba, es el orador que dice: “¡Basta de meras palabras!”, y convoca a la acción, guiada por “un amor inextinguible”, para liberar la patria.
Aquel discurso lo pronunció en Tampa el 26 de noviembre de 1891, como parte de la movilización para fundar el Partido Revolucionario Cubano. Y gran parte del texto señala actitudes y fuerzas que difícilmente en unos casos, y de ninguna manera en otros, integrarían la totalidad con que él contaba para librar la guerra revolucionaria y fundar la república.
Hechas las precisiones que hace, concluye: “¡Pues alcémonos de una vez, de una arremetida última de los corazones, alcémonos de manera que no corra peligro la libertad en el triunfo, por el desorden o por la torpeza o por la impaciencia en prepararla; alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla; alcémonos para darles tumba a los héroes cuyo espíritu vaga por el mundo avergonzado y solitario; alcémonos para que algún día tengan tumba nuestros hijos! Y pongamos alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: ‘Con todos, y para el bien de todos’”.