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AMBROSIO Y LAS ÁURAS

AMBROSIO Y LAS ÁURAS

Por Jorge Luis Rodríguez Reyes (escritor residente en Maicaragua).



Las auras avisaron. Ellas,  revoleteando en círculos casi estáticos, delataron donde estaba y Ambrosio, desencajado, nos miró. Asintió  con la cabeza e hizo un gesto vago que se diluyó en un remedo de anuencia obligada. Nos entendía, como nosotros lo entendíamos a él.

A su franqueza y a toda  esa amalgama de desolación que lo embargaba desde que se le perdió. Caminamos cortando monte. Unos chiflaban, otros reían  por sobre la algazara de totíes, sinsontes y caos negrísimos en los cogotes de las palmas.

Alguno que otro se ajustó los andrajos que llevaba y los hubo que hicieron amagos de disparos a venados que intempestivamente  se nos atravesaban en  los claros naturales para salir  huyendo como mismo aparecían.

Pronto llegamos a donde las tiñosas. Era un mar de ellas que se abalanzaban danzando,  abrían las alas y se agredían una y otra vez. Otras, posadas en los gajos bajísimos de un algarrobo seco, nos miraban sin asustarse, como compañeros de la faena.

Alguno gritó, otro lanzaba piedra a diestra y siniestra, los más se abalanzaron  a salto de loco hacia el círculo negro que estaba en medio de un cienegal donde mal reposaba en la quietud del lodo el mulo de Ambrosio: ya  con su musculoso lomo grisáceo  casi comido por ellas  y por los gusanos. Todos nos lanzamos a él porque sabíamos que debajo de la línea de flotación del fango quedaban  aún intocados por las auras,  los muslos, quizás verdes, pero un verde que una buena cocida no remedie.

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