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LEZAMA LIMA A LA VISTA

LEZAMA LIMA A LA VISTA

Por Arístides Vega Chapú

          Aunque a estas alturas del nuevo siglo parezca exagerado o insólito, en los años ochenta aún existían demasiadas dudas en cuanto al valor, aportado a la cultura y en específico a la literatura cubana,  del grupo Orígenes.


          “Poetas oscuros”, decían los improvisados asesores literarios de entonces, mientras en las aulas de la Universidad Central de Las Villas se nombraba el grupo con cierto recato, especificando siempre que se trataba de poetas con una fidelísima militancia religiosa y evadida de la realidad por su pertenencia a la clase pequeño burguesa.


         Contra tanto prejuicio comenzó mi generación a adentrarse en ese gran misterio de la poética origenista, a disfrutar de su cuidadosos textos en que el sonido de la palabra adquiría sitio privilegiado, a conocer y disfrutar de la grandeza de una obra que desde entonces sabíamos fundamental.


          Descubrir las obras del padre Gaztelu, la de Virgilio, Eliseo, Cintio y Fina, la de Gastón Baquero y sobre todo la de  José Lezama Lima, nos pareció la mejor adquisición que, intelectualmente, podíamos hacer.


          Desde entonces sus obras, algunas más que otras, algunos con mayor o menor presencia, han sido leídas y estudiadas, disfrutadas y asumidas como lecciones imprescindibles para escribir la poesía, al menos desde donde decidimos escribir la nuestra.


          Sin dudas Lezama Lima (La Habana 1910-1976) que dentro de todo el grupo Orígenes ha logrado la presencia más considerable en el difícil mundo editorial internacional, es el más sólido pensador de la poesía de nuestro idioma.


          Eso no lo supieron sus contemporáneos, o fingieron –sabe Dios por cuántas causas– no saberlo.


Lo cierto es que a pesar de la  imponente obra lezamiana, hoy reconocida por estudiosos y críticos, universidades de cualquier punto geográfico, lectores de latitudes muy diferentes, Lezama no consiguió con su muerte ninguna reverencia especial más allá de  unas líneas escuetas de pésame en el periódico Gramma.


          Tampoco había conseguido esa reverencia en vida. Se sabe que poco hicieron por él las instituciones supuestamente encargadas de apoyar, estimular, salvar la cultura, que se generaba entonces.


          Sobre todo si comparamos las escasas o nulas posibilidades que estas instituciones le brindaron a Lezama para que su obra fuera conocida en ese otro mundo que existe más allá de nuestras costas y que sí se le brindó a  otros autores,  entonces privilegiados por un poder que decidía la suerte de todos.


          Como tantas otras “joyas” que “descubren” y “muestran luego con pose de descubridores”, el             Lezama que hoy conocemos fue un redescubrimiento desde otros puntos –lejanos o no– a la geografía de su archipiélago, donde editoriales y críticos reconocidos  comenzaron a valorar una obra que fue haciéndose imponente y colosal a la medida en que era desempolvada, es decir comercializada universalmente.


          Sin dudas, Lezama lidiaba con un grupo generacional cuya poesía y obra en general tenía todos los atributos posibles para trascender. Pero algo, que a mi manera de ver, hizo intelectualmente poderoso a este grupo, es que no esperó por nadie, para que desde lo emocional, lo filológico, lo académico, fuera interpretada y valorada su  obra literaria. Ellos mismos se autoestudiaron, quizás como manera de autodefenderse de una hostilidad que tuvo sus altas y bajas, pero que nunca cedió.


          Algo que definitivamente los caracterizó como grupo fue esa vocación de entender y hacer entender la poesía y con ello su propia poética; Fina García Marruz, quizás la menos escuchada hasta que en los últimos tiempos toda su obra, ese impresionante conjunto de reflexiones teóricas, humanas y éticas sobre probados argumentos y un legítimo academicismo la han ido ubicando en su justo lugar. Eliseo Diego, en este sentido quizás el más parco, Cintio Vitier, el más profuso y dedicado tanto a la teoría como a la crítica poética desde su ya antológico Lo cubano en la poesía.


          Pero ninguno a la escala en que Lezama situó y compartió su experiencia con la poesía, su dominio a la palabra y con ello de la poesía como prueba de la verdad de su pensamiento a través de una responsabilidad frente a su lengua, que en su dicción poemática se patentiza.


          El reconocimiento de sus fuentes a través de una universalización del conocimiento en que la cultura adquiere una jerarquía suprema le permitió abrir las puertas del entendimiento a ese entretejido profundo y complejo del imaginativo con que se sustenta su poesía.


          En Lezama tanto el dolor como la alegría, la angustia, el esplendor de un paisaje, el simple paso –elegante o torpe– de un animal, adquieren revelaciones supremas de lo que para él es la historia y verdad de una nación.


          Cosmo que dibuja con meticulosidad quizás por esa necesidad de testimoniar cuanto le sucede o ocurre a su alrededor, o sueña, o necesita ocurra, como verdad única que reverencia y asume –desde el conocimiento– para hacernos parte de esos mundos tan complicados en que habita.


          Lo incorporativo es el sedimento  principal de la visión crítica que sostiene la poética lezamiana y que tiene sus más evidentes concreciones  en las eras imaginarias y en la búsqueda de lo que él consideraba el origen de todo: la cultura, ese sostén de toda historia posible, pasado y futuro de cualquier nación.


          Pero para él esa nación no fue cualquier geografía. Para Lezama, Patria era un concepto cercano a ese país de sonoridades tan especiales que constantemente aparecía en su poética. O que más bien fue siempre la geografía sobre la que deslizó sus historias.


         También Lezama, a estas alturas, en que su obra ha conquistado a todos, o a casi todos, se convirtió en esa Patria que no solo reverenciamos, sino que estamos dispuestos a defender como deber sagrado.

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