BALLAGAS; POEMAS PERDURABLES
Por Leopoldo Luis García (Periodista y Escritor. Reside en Ciudad de La Habana)
Tributo en el centenario del poeta cubano Emilio Ballagas Cubeñas (1908-1954). Una de las voces más fecundas de la Literatura Cubana del pasado siglo.
El muchacho tendría unos doce años. Al libro le faltaba la cubierta, aunque no era una edición antigua. Debió llegar a la casa en uno de los baúles de la madre, mezclado entre discos de música americana de los 50 y libretas de teléfono, con los números de amistades que nunca volvería a llamar. A poco se olvidaron de regar la planta que fenecía en el tiesto, sin importar a nadie, hasta quedar la tierra desnuda y libre como en el camposanto. El hermano menor solía dejar el libro sobre la superficie seca, extraña a la fertilidad de unos versos que no lograban florecerla. Nunca ocurrió el milagro.
El viento mecía con lentitud las tardes, mientras la madre se arriesgaba a mirar por la ventana de la cocina y el hermano menor acomodaba el Chevrolet en el patio, en honor del padre muerto. Sólo el muchacho de doce años revolvía las gavetas, descubriendo poesías que su madre escribió con letra áspera en el cuaderno de juventud. Un adolescente con un título inmenso entre las manos; Cincuenta años de poesía cubana abandonados sobre el bocal en desuso, a punto de perderse o salvarse definitivamente en la lectura: “Si pregunta por mí, traza en el suelo/ una cruz de silencio y de ceniza…”.
Siempre me ha parecido que la poesía envejece. Se trata de una sensación peculiar, sin probable sostén más allá de mis propias percepciones. Una suerte de solipsismo literario, tal vez. Me ocurre con frecuencia: repaso poemarios que alguna vez exaltaron el espíritu de generaciones anteriores, sin que pueda remontar el abismo infranqueable de sus versos, hoy lejanos. Llegado a ese punto, no consigo avanzar en otra dirección que no sea la del interés profesional, la del sentido de búsqueda en aquellos poetas considerados “de escuela”, imprescindibles a los programas de estudio.
Algunos poemas perduran, sin embargo. Sin importar cuándo fueron escritos, conservan intacta la frescura, como si la aspereza del tiempo no alcanzara a marchitarlos; al margen de giros estéticos, corrientes o tendencias. Un texto de vanguardia se disfruta entonces a la par que una elegía romántica; un soneto clásico del mismo modo que un poema en prosa. La explicación escapa a la simple perspectiva humana, fuera de todo contexto racional. No basta con la reflexión exegética, hay que aprehender el misterio.
Emilio Ballagas es uno de esos poetas misteriosos, cuyo tono intimista le sobrepasa, para horadar en ámbitos ajenos. Tuvo una vida breve, en la que, por supuesto, no pasó de publicar escasos libros. Cielo en rehenes, que mereciera el Premio Nacional de Poesía en 1951, sólo fue editado tras su muerte. Apenas veinte años atrás había irrumpido en la poesía cubana con un tomo de versos formidable: Júbilo y fuga, en el que asoma el vanguardismo elemental de sus primeros textos, aparecidos desde la década anterior en la revista Antenas, de su natal Camagüey.
Ballagas representó, como ningún otro, el poeta sensorial de esta primera etapa de estallido vanguardista en Cuba, cuya indagación no acaba en la sonoridad misma, en tanto su poesía toda pareciera hecha por y para los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto. En Júbilo y fuga —y en Blancolvido luego, que recoge versos escritos entre 1932 y 1935—, hace de la palabra, del regodeo jitanjafórico, el asidero clave de su construcción escritural. La pauta mallarmeana de hacer girar el poema en torno a la palabra, lo acercan entonces a la llamada “poesía pura”, integrando —junto a Mariano Brull y Eugenio Florit— una cara trilogía de líricos cubanos, de impronta insoslayable en los ulteriores rumbos de la literatura nacional.
En 1934 ha visto la luz su Cuaderno de poesía negra, especie de rara avis que no adquirió después continuidad en su obra, pero que marca un momento esencial en su devenir artístico, seducido por una temática negrista que viene como anillo al dedo a sus obsesiones sensitivas. Ballagas vuelve sobre la musicalidad del verso, aunque sin desdeñar esta vez un leve soplo anecdótico-narrativo: “Ni fue ladrido ni uña,/ ni fue uña ni fue daño./ ¡La plancha, de madrugada, fue quien te quemó el pulmón!”.
Pero Ballagas es, ante todo, un poeta de complicada taxonomía. El que parece querer enfrentar el mundo con una mezcla de aprensión y gozo, el que pretende desasirse y escapar en medio de una paradoja introspectiva, es al mismo tiempo cantor de la incipiente transición vanguardista que tiene lugar en la Isla a inicios de la década del 30. Es cierto que no se da en Ballagas —como en prácticamente ninguno de sus contemporáneos— el vuelco definitivo hacia la vanguardia poética, por lo menos en el sentido en que se produce en otras naciones del subcontinente.
Los años 30 han sido testigos de la edición española de Trilce, con su cardinal ruptura. Han aparecido los versos incendiarios de Altazor. Neruda escribe su Residencia en la tierra. En lo formal, Ballagas no renuncia a las estructuras tradicionales de la lengua. Pero el rejuego metafórico lo distancia ya de la flamante hornada neorromántica que atraviesa la época, a la que ha sido confinado por numerosos críticos.
En 1939 todo está listo para Sabor eterno, probablemente uno de los libros más notables en la historia de la poesía insular. Conservando intacto su diseño estructural —tal como fue concebido— Sabor eterno alcanza un vuelo casi antológico: ninguno de los poemas que lo integran merece ser desechado, y al menos cinco de ellos pertenecen a lo mejor de la lírica cubana de todos los tiempos, convirtiendo a Ballagas en el maestro que han reconocido —cada vez con mayor fuerza— subsiguientes generaciones de poetas.
Sabor eterno representa, al mismo tiempo, acaso un libro-puente en la obra de Ballagas, con el que se desmarca tanto de la poesía purista como del vanguardismo creativo. Hay en él un desasosiego espiritual que no afloró hasta entonces en su poesía; y que ya no tornará a manifestarse con la intensidad que acusa en “Elegía sin nombre” o en “Nocturno y elegía”, los dos textos que concentran el carácter pinacular del poemario. Es también el instante de la emotividad, cuando el temperamento —apacible antes— se desborda, ciego, incapaz de contenerse: “¡Ya es mucho parecerme a mis pálidas manos/ y a mi frente clavada por un amor inmenso!”.
“Elegía sin nombre” es —no puede negarse— un poema de amor dramático, en torno a cuya vocación homoerótica se ha especulado y dicho, sin que promotores y detractores de la tesis acierten a menguar o acentuar el goce estético de un texto que agradece a sí mismo su valía poética. El drama del sujeto lírico adquiere una connotación intrínsecamente democrática: “Sé que ya la paz no es mía:/ te trajeron las olas/ que venían ¿de dónde? que son inquietas siempre…”; a lo que se suma un voluntario alejamiento de la imagen tradicional: “Yo andaba por la arena demasiado ligero,/ demasiado dios trémulo para mis soledades,/ hijo del esperanto de todas las gargantas,/ pródigo de miradas blancas, sin vuelo fijo”. La concomitancia de estos dos sucesos convierte la “Elegía…” en un poema narrativo absolutamente magistral.
La siguiente composición estremecedora de Sabor eterno será “Nocturno y elegía”, donde Ballagas renuncia al versolibrismo del poema anterior para dar a luz un texto que mucho debe en lo formal al modernismo decimonónico, agrupando sus endecasílabos blancos en estrofas de siete versos, pero dejando espacio otra vez a una imagen por momentos rara, de ruptura, y que no parece ligada a la poética neorromántico-conceptual que signa buena parte de su producción de estos años.
El búho del “Nocturno…” pertenece a la más rancia ortodoxia romanticista; más el poeta da un giro metafórico inesperado, al describir su “aceitado vuelo”. Se trata de la misma “verde voz desamparada” que reniega de su estirpe con frases desoladas, en sombrío diálogo con un espectador que permanece oculto, y sin embargo al tanto de sus tribulaciones eróticas.
“Nocturno y elegía” es un poema mayor, dentro de la rica saga inspirada por el fracaso amoroso, la entrega inútil o la caída del ángel, en el más puro territorio de la lírica popular cubana, encubriendo el lacerante sentimiento de pérdida con la resignación y el silencio: “La carne es un laurel que canta y sufre/ y yo en vano esperé bajo su sombra./ Ya es tarde. Soy un mudo pececillo”. Brota en estos versos una emocionalidad pletórica del imperativo romántico, y se aparta Ballagas de la naciente órbita origenista que ha comenzado a producir por esta fecha sus primeros textos. Apenas distanciados desde el punto de vista generacional, los poetas de Orígenes rechazan de plano la estética ballaguiana, asimilando estilos que sellarían más tarde el destino de lo mejor y más importante de la poesía cubana en la segunda mitad del siglo XX.
En “Poema impaciente” se traslada Ballagas hasta una zona poblada de indeterminaciones, estableciendo un nuevo diálogo cuyo interlocutor no es dable reconocer. El poeta parece hablarle al amor, al amante ausente, pero eventualmente —y también— a su naturaleza vital, a la creación poética, al instante del arte que se sabe incapaz de prolongar. Y, al hablar, trasluce un aliento místico que va más allá de lo religioso, dado que Ballagas fue toda su vida un hombre de inconmovible fe: “¿Y si llegaras cuando/ la tierra removida y oscura (ciega, muerta)/ llueva sobre mis ojos,/ y desterrado de la luz del mundo/ te busque en la luz mía,/ en la luz interior que yo creyera/ tener fluyendo en mí?”. “Poema impaciente” no deja de ser un texto inusitadamente breve, entre cuantos componen el poemario, sobrecogiendo la carga expresiva que su autor dispone en versos, a primera vista irregulares, pero que mueve con oficio alrededor del pie de siete, para rematar con una estrofa cuya sonoridad y metro se instalan con ventura entre los clásicos de la lengua: “¿Y si llegaras tarde,/ y encontraras (tan sólo)/ las cenizas heladas de la espera?”.
La “Elegía tercera” y el segundo “Nocturno” consuman el pentateuco lírico que convierte a Ballagas en una voz ineludible dentro de la cultura patria. No muchos creadores —antes o después— entrarían a nuestra poesía con igual número de textos magníficos, aupados en el mismo volumen.
Se puede presentir la muerte. Se nos revelan signos inequívocos, a veces, en la gente que se ama. En las cosas que se añoran. Un cristal se quiebra, sin justificación plausible. Un amigo se aleja sin dar explicaciones. Y se escribe un poema, previniendo el final.
En la “Elegía tercera” se apela a la muerte (lugar común), recurso concluyente: “Me veo morir en muertes sucesivas,/ en espiral de muerte inacabable/ por espejos de muerte presidida”. Otra vez el poema breve, conmovedor, traspasado por el estoicismo del sujeto en la caída. Sujeto que ha amado —aún ama— asediado por el recuerdo: “…inútil tu memoria de luceros/ busca en mi mar suicidio, pide olvido”.
En el “Nocturno” resume su condición Ballagas, cierra un ciclo. El sujeto se ha quedado solo, abandonado en el páramo inhóspito de su recogimiento, distante de cuanto le rodea. El fantasma que transita por los momentos claves de Sabor eterno, parece desvanecido. “De pronto me he quedado como una rama sola/ en espera del fruto y de la dulce hoja,/ como un desierto, como un libro/ olvidado en el polvo…”. Y no ceja la tentación que estima impura: “Han venido murciélagos, turbios niños de cieno,/ oscilantes recuerdos como un suelo que cede/ a la presión del pie… Fosforescencias mudas,/ paraguas, esqueletos y no sé qué otras cosas…”.
En lo estructural, Ballagas retoma el alejandrino, en estrofas de cuatro versos que no malgastan en disimular su imperfección, intercalando versos métricamente apócrifos.
La poesía de Emilio Ballagas explora, en los años que siguen a Sabor eterno, nuevas y variadas dimensiones, sin que acierte —hasta Cielo en rehenes— a igualar la estatura poética de aquel libro.
Nuestra Señora del Mar —aparecido en 1943— está dedicado por completo a la Virgen de la Caridad del Cobre, en un período de cabal entrega del poeta al catolicismo, al que se mantuvo fiel a lo largo de toda su existencia. Suelen recordarse las exaltadas espinelas inspiradas por la patrona de Cuba; pero el cuaderno, en sí, no constituye propiamente un decimario, precedido como está por el “Soneto de los nombres de María” y rematado por las “Liras de la imagen”, con estructuras estróficas a las que el poeta invierte su fórmula tradicional, combinando tres endecasílabos y dos heptasílabos, al contrario de la clásica lira de Garcilaso o de Fray Luis.
El decimario puro tardaría en aparecer otros diez años, al merecer sus Décimas por el júbilo martiano en el centenario del apóstol José Martí, el Premio del Centenario en concurso convocado al efecto, en 1953. Las espinelas premiadas no rebasan su carácter de ocasión, es indudable, pero están labradas en el espíritu de la ruda oralidad campesina, confiriéndoles un dejo improvisativo que las rescata de la indiferencia.
Ballagas ya no volvió a publicar en vida. Cielo en rehenes —de póstuma aparición— constituyó su último libro, y tal vez el de mayor resonancia formal, por la exquisita y casi aristocrática perfección de los veintinueve sonetos que lo integran, prorrateados en secciones: Cielo gozoso, Cielo sombrío y Cielo invocado.
El catolicismo raigal de Emilio, su experiencia de vida, la aparente redención del torbellino emocional que agita Sabor eterno, son las determinantes de este libro de madurez, con el que abandona finalmente la poesía informe para entregarse con absoluta convicción al cultivo de las formas clásicas, de ningún modo extrañas a nuestro canon lírico. Más no hay disolución en Cielo…, sino culminación y consecuencia. Su neoclasicismo empirista explaya la grandeza espiritual de un hombre que ha cantado a la sensualidad y la belleza; entregado al deleite del amor carnal y sucumbido a la angustia de la irredención, a la luz de sus convicciones religiosas.
Un hombre que retorna del camino luengo, a salvo en la fe, con valor todavía para aferrar su mejor herramienta y concebir una poesía de plenitud y equilibrio, universalidad y cubanía, misticismo y entrega. Cielo en rehenes, más allá de posiciones y discernimientos estéticos, es el libro total de Ballagas, cuyos versos “ni juegan ni suenan”, sino que “sufren en la propia carne”, andando con “pies de corcho sin excluir los pies de plomo”.
Cielo sombrío incluye, con algunas variaciones, el soneto “Invitación a la muerte”, utilizado antes para introducir un extenso poema no recogido en libro, publicado en México en 1943 por la revista Cuadernos americanos. Se trata de “Declara qué cosa sea amor”, el sexto y último de los poemas antológicos de Emilio Ballagas.
El texto, no siempre justipreciado, es una pieza espléndida en la que el sujeto lírico contrasta dos extremos que le acechan: el amor y el deseo. Entre ambos se ha movido el poeta, en perpetuo conflicto consigo y con el entorno. No consigue librarse de las ataduras de la fe, como tampoco ha domeñado los desgarradores impulsos homoeróticos que lo arrojan al calvario de la carne, fuente de pecado infinito. Descontando el soneto inicial, el poema incluye cuatro partes, mezclando entre los de metro irregular, los habituales versos de siete y once sílabas, que fluyen en Ballagas con espontaneidad pasmosa.
“Declara qué cosa sea amor” pretende una reconciliación a ultranza, en que el amor —despojado de su carga sensual— emergerá victorioso. El amor lo redime del suplicio del sexo, lo preserva virgen. Por amor renuncia a la vida terrenal, para reencontrar el Amor de Salvación y Liberación definitiva en Dios.
“Porque el amor no es cosa triste/ sino la luz, la luz hasta cegarnos…”, declara jubiloso. “Porque el amor no es cosa triste,/ ese escuálido aullido/ de famélicos lobos extraviados…”, se duele. “Porque el amor no es esa cosa inmunda/ de carne opaca y afilados dientes…”, con acritud reniega, procurando consuelo: “Que el Amor eras Tú, yo lo sabía…/ Es entregarse y encontrarse todo,/ todo el amor en ti y en ti perderse/ para encontrarse un día Contigo en tu Morada”.
Todos se han ido. El paisaje grave de los árboles. La roca, inmensa, junto al caserón solariego. Las aves del traspatio. El adolescente del libro, el hermano, la madre; los versos copiados a mano en las páginas finales del cuaderno.
El hombre tendrá cuarenta y siete años (Ballagas iba a cumplir cuarenta y seis cuando lo desposó la muerte). Noviembre se adentra en la llovizna del tiempo, un siglo atrás, un siglo por venir. Los libros se amontonan en el estante de cedro, esperando el milagro. Doscientos años de poesía cubana abandonados en su ir y venir; viajeros eternos de una Isla sin viajes, que envejece y retoña sobre sí misma, para dejar que los poetas inventen su Historia.
Las palabras mudan su esencia, sobreviven. Las circunstancias, los hombres, sublimados en muerte cronológica, donde el hoy es ayer, mañana el sueño. Al final, sólo el recuerdo permanece. Señales, memorias, poemas perdurables. De lo que fue, de cuanto pudo ser.
Emilio Ballagas ha cumplido cien años de salvación en la poesía, en el amor y en la muerte: “Si pregunta por mí, dile que habito/ en la hoja del acanto y en la acacia./ O dile, si prefieres, que me he muerto./ Dale el suspiro mío, mi pañuelo;/ mi fantasma en la nave del espejo./ Tal vez me llore en el laurel o busque/ mi recuerdo en la forma de una estrella.”
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