DOS POETAS CUBANOS EN LA MIRILLA
Por Luis Machado Ordetx
Dos poetas de generaciones literarias diferentes llegaron al espacio de lectura «Que comienza en mí la fe», recién estrenado en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en Villa Clara, empeñados en demostrar, como dijo Antonio Machado, que lo «otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja en los dientes», y encara el diálogo, y funda una propuesta incomparable alrededor de la expresión individual y la cotidianidad colectiva.
Al menos eso intuí cuando el poeta y narrador Arístides Vega Chapú presentó su nuevo programa literario, de diálogo, de libertad y comunicación, y trajo al Foro Agesta a Reinaldo García Blanco ((Venegas, Sancti Spíritus, 1962) y a Sergio García Zamora (Esperanza, Villa Clara, 1986), dos voces disímiles, pero contagiadas de un apetito voraz, no solo por leer sus versos, primeros o últimos, sino también para sustentar búsqueda y hallazgo que, de un modo u otro, pertenecen al balance de la recreación y las quejas, carencias, anhelos y querencias de la espiritualidad.
Es el estado de gracia, de confluencia desde el cual se percibe el crecimiento emocional, o la sustancia poética, tal como quiso expresar Vega Chapú luego de hablar sobre ambos escritores, enaltecer sus respectivas obras creativas, y por supuesto, tras la lectura de cada verso, dejar que el otro, el receptor, saque conclusiones en torno a la ingravidez de la metáfora que enaltece, del rumbo de los recuerdos o de una frase que hace enmudecer por su acento dramático.
Estos encuentros, más allá de las consabidas preguntas y respuestas entre anfitrión y huésped de una tertulia literaria, animan a enriquecer el espectro del diálogo, y de la comunicación, proyecto que caracteriza ese espacio mensual que propone Vega Chapú entre escritores vivos de diferentes promociones, residan en un lugar u otro, y surgidos en Cuba dentro de los avatares que insufla la cotidianidad.
La poética de Reinaldo García Blanco aparece ramificada en Advertencias infieles para escuchar el pájaro de fuego de Stravinsky, o en Perros blancos de la aurora, y País de hojaldre y Campos de belleza armada, textos en los cuales el verso se vuelve a lo cotidiano, y ausculta desde las cosas perdidas hasta las añoradas, como el que repiensa una isla, o la asume en propiedad como estado espiritual, de sueño y del recreo de la memoria expuesta en un tono coloquial, de confesión y entrega humilde al otro, legando un valor a las cosas mínimas, a aquellos objetos viejos que posee un curso inefable, de aprehensión insustituible del sentido ecuménico de entrega.
Dos poemas anuncian el calibre, entre los muchos que ostentan el disparador poético de García Blanco, para demostrar su valía literaria inmersa en viajes del centro-oriente cubano (reside en la actualidad en Santiago de Cuba) y el traspaso de fronteras, más allá del agua, más allá de su Isla amada. Ahí está el entusiasmo de “Alfonsina y el bar”, en el cual expone:
«No es posible que te llames así
y que vengas a este sitio
Los parroquianos cantan en desorden
y tú humedeces el cristal
¿Lágrimas
o escorpiones?
Esto ya lo contaré a mi regreso
por lo pronto lo escribo
Que te llames Alfonsina
y vengas en las noches a llorar
donde los hombres vienen a reírse de la muerte
de la muerte».
O esa belleza contenida en “Noche de perros”, un texto para figurar en cualquiera de las más exigentes antologías. García Blanco, cuando labora sobre la cotidianidad, va siempre a ese humilde y diáfano sentido primigenio de las cosas, y hasta hace recordar al origenista cubano Eliseo Diego En las oscuras manos del olvido (1942), o en las viñetas de Divertimentos (1946), y el rastreo sugerente de En la Calzada de Jesús del Monte (1949), referentes simbólicos de una poesía de la memoria, y del gusto por los sentidos y el valor ecuménico que entabla la espiritualidad del ser, tal como cuenta en esa exultación al perro.
«Yo también tuve un perro lanudo
que volteaba la puerta al septentrión
Una vez enfermó
y me costó casi tres salarios
dos vacunas y un suero
eso fue en una farmacia llamada La complaciente
Mi perro se llamaba País
Y yo le decía País muerde a mi vecino
y lo mordía
yo le decía País siéntate
y obedecía como un perro lanudo
Mi País odiaba al ruso del cuarto piso».
Del otro lado, a la espera del verso ajeno, estuvo Sergio García Zamora, joven poeta de Santa Clara que, en breve tiempo, a fuerza de concursos traza un balance lírico que mira a la cotidianidad y la ojea con el entusiasmo crítico y la nostalgia del tiempo que escapa. Ahí está su premio de Poesía La Gaceta de Cuba (2014) por la selección de los textos La condición inhumana, y de aquellos versos establecidos en Pensando en los peces de colores (2013), donde confiesa que:
«Hace poco he leído
que el Mar de la Tranquilidad se encuentra en la luna
Lo cual no me asombra en absoluto».
De aquí a unos años el balance que ahora está contenido en premios, libros ya publicados y otros por aparecer, dentro de una prolífera obra lírica, provocará en los lectores, y también en los estudios críticos, una supuesta mirada de cuánto hay de afirmación estruendosa, humilde, o sugerida en una voz joven de nuestra literatura que, de un tiempo a esta parte, echó a andar con raíces imbricadas en nuestra tierra.
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