Blogia
CubanosDeKilates

LA GUITARRA, EL CONCIERTO Y CAIBARÍEN

LA GUITARRA, EL CONCIERTO Y CAIBARÍEN

Días atrás, en Caibarién, sostuve un afectuoso encuentro con el maestro Flores Chaviano Jiménez, quien desde Madrid viajó a su terruño natal y aguarda por el reconocimiento que próximamente recibirá en la Universidad Internacional de la Florida. De la amena conversación, aquí están los apuntes rescatados de la memoria.

Por Luis Machado Ordetx

Flores Chaviano Jiménez, el concertista de Caibarién, no conversó de su instrumento inseparable y de privilegio, la guitarra. El diálogo derivó hacia otros temas artísticos. También abordó, por supuesto, el universo de la música, la familia y el reencuentro con el terruño natal con olor al salitre que expande el puerto norteño de la Isla añorada.

Fue la primera ocasión que lo tuve cerca. Hombre espontáneo y facundo, constantemente abierto a la conversación, confesó sin protocolos sobre algunas predilecciones. Abarcó también fragmentos de un pasado de  adolescencia que jamás olvidará.

Es un recuerdo en apariencias perdido, afirmó. Todo subyace en la  atracción  por el retoque de negativos de películas y la fotografía en las más variadas dimensiones. Ahí están aquellas imágenes añejas que lo trasladó al infinito sentido de la medida que brota cuando pulsa las cuerdas de su guitarra.

A contrapelo de la brisa marina que entró caliente a la sala de la vivienda y del tropiezo inusual, allá en Caibarién, el concertista Chaviano Jiménez hizo mención a los actos creativos que aprendió en el terruño natal. Argumentó, incluso, de los pocos momentos en los que habló del instante fotográfico. Sin saber por qué, también se acercó en principio al alicantino Vicente Gelabert Santonja y su tránsito por escenarios cubanos.

De ese alumno predilecto de Francisco Tárrega, el forjador de una metódica y una inconfundible escuela, tiene historias que lo emocionan. Unas semanas lleva Flores, quien prefiere el tuteo llano, en el poblado costero donde aprendió los acordes iniciales de la guitarra. Al parecer no puede desprenderse de Gelabert, tal vez en su paso por Caibarién, y por la impresión que dejó aquella fotografía que observó en la infancia.

En enero viajó Chaviano Jiménez a La Habana. Todavía permanece entre nosotros. Atrás quedó el fallido reconocimiento público que recibiría junto al concertista Eduardo Martín Pérez por las respectivas proyecciones en el contexto de la guitarrística, la composición y la docencia. Ambos festejan  años cerrados de existencia. Flores las siete décadas, y su colega las seis con el grueso de historias colgadas de los escenarios, los aplausos y las horas de aprendizaje constante. 

En 1971 Flores concluyó sus estudios del segundo grupo de instrumentistas forjados por la Escuela Cubana de Guitarra. Con Efraín Amador integró esa promoción.  De allá a acá pasó el tiempo cuajado en diferentes círculos internacionales. Dos años antes de esa fecha Carlos Molina abrió la senda de egresados a partir de las lecciones que impartía Isaac Nicola, el mentor. Luego las enseñanzas en simultáneo continuaron con Roberto Valera, Alfredo Díaz Nieto, José Ardévol, Alirio Díaz y Sergio Fernández Barroso, entre otros inspiradores.

La tradición todavía persiste en la pedagogía nacional. También subyacen  desde un principio las sesiones teóricas-prácticas prodigadas por Leo Brouwer, Carlos Fariñas y Jesús Ortega, educadores en esencia de otras hornadas de seguidores.

El tiempo transcurre y Chaviano Jiménez jamás arrincona una emoción. Todos persisten en la evocación de cuando comenzó en octubre de 1964 los estudios especializados y la prolongada estancia en predios habaneros.

                       Villa de los Cangrejos, según García Caturla

Flores, antes de abandonar Cuba en lo inmediato, a la cual considera “Isla de las melodías por sus herencias hispanas y africanas”, piensa en localizar por “curiosidad” aquellos arreglos orquestales, de música de vanguardia, hechos desde San Juan de los Remedios por el insuperable Alejandro García Carturla.

La indagación es mayor cuando se conoce que la mayoría de los montajes presentados a partir de diciembre de 1932 por la Orquesta de Conciertos de Caibarién se concibieron con obras de Manuel de Falla (“La vida breve”), de César Cui (“Oriental”), o “L´aprés midi d´un faune”, de Claudio Debussy, así como otras de Gershwin, Maurice Ravel  y Stravinsky. Eran los proyectos de Alejo Carpentier al animar una música de dimensión cubana y ribetes universales.

Sin llegar a lo infructuoso las búsquedas hasta el momento no tienen los frutos deseados. La papelería en instituciones culturales anda perdida, o al menos bastante escondida. Por el “¿hallazgo?” hay una predilección.

El concertista cubano asentado en Madrid considera dos baluartes trascendentes de nuestra música renovadora, de vanguardia: Amadeo Roldán y García Caturla. La composición, y la divulgación de piezas sinfónicas de los clásicos y los contemporáneos, a partir de la primera mitad del siglo anterior, mostraron otros alientos y raíces inabarcables.

                                          Otro reconocimiento

A principios de marzo Flores irá a los Estados Unidos. Allí recibirá el tributo que prepara la Universidad Internacional de la Florida. Así lo manifestó en una fecunda conversación de apenas treinta minutos. Todos bastaron para el intercambio de puntos de vista y de emociones.

Alegó que en Miami no tomará entre sus manos, como en otras veces, la añorada guitarra, o la batuta de director orquestal. Serán los continuadores de la tradición los que ofrezcan el concierto-homenaje. Habrá un repaso a las principales composiciones que escribió para conjuntos de instrumentos, coros y guitarra, precisó. Seguro, muy seguro, en el repertorio aparecerá “La Ciudad II”, pieza para clarinete solo, una entre tantas de predilección.

Recientemente Flores culminó su vida laboral activa como pedagogo en tierras ibéricas. Ahora piensa en proseguir su misión de instrumentista y difusor de la usanza trovadoresca cubana. Con un relativo descanso se topará con diferentes partes del mundo, y escribirá historias para encantar las sonoridades de su guitarra.

                                Gelabert, el mítico bohemio

En una ocasión, argumentó Flores, cuando era adolescente y aprendiz de los consejos de guitarra de Pedro Julio del Valle, “llegué al estudio fotográfico de los hermanos Martínez Otero, uno de los más distinguidos del país. En la vidriera exponían una fotografía de un músico español asentado en Cuba. Dijeron algunos curiosos del concurrido centro de Caibarién que el instrumentista genial era de apellido Gelabert, alumno eminente de Tárraga”. Aquella historia quedó prendida en la memoria del compositor e instrumentista, todavía en ciernes.

Al rememorar a Vicente Gelabert le expuse a Chaviano Jiménez que ese artista arribó a Cuba en 1905. Después abrió el camino para la aparición de otros consagrados instrumentistas ibéricos en nuestro archipiélago. Mencioné los casos de Pascual Roch y José Villalta. Ninguno fue más trashumante que ese concertista que apreció en una diminuta fotografía y murió en 1942 en el modesto hotel de Amaranto Alfaro, en Quemado de Güines, en la costa norte del país.

Un tiempo atrás Bohemia exhibió el panteón de granito grisáceo con una lápida de mármol blanco, erigido en forma vertical. El sitio perpetúa la última morada del enigmático músico. Entonces, delante, tenía una escultura en forma de guitarra. Al visitarlo, hace años en ese afán por escudriñar en historias ocultas de asombrosos muertos, no mostraba la hidalga simulación del instrumento. Los sepultureros contaron que muy pocas personas concurren a la necrópolis a rendirle tributo al inmortal español. Sin embargo, allí estaba para ofrendarle una sencilla flor. 

Apunté a Flores que el paso de Gelabert por nuestro país comenzó accidentalmente por Santiago de Cuba, lugar en el cual fue preciso desembarcar en su viaje desde la península ibérica. Residió, incluso, en Holguín, Cienfuegos y Quemado de Güines. En limitadas ocasiones acogió  a alumnos. Al recibirlos, casi siempre, lo hizo a cambio de sostenerse en alimentos o pago mínimos que luego gastaba en el consumo de licores.

También dio conciertos en Antilla, Guaro y Guantánamo, territorios donde  efectuó sus primeras presentaciones. Tal vez esas historias nadie las recuerde y las reseñas queden “guardadas” en las páginas amarillentas de algún periódico provinciano. Similares actuaciones hizo en Santa Clara y Sagua la Grande, escenarios propios para difundir piezas de Chopin, Beethoven, Bach, Albéniz y Tárrega, su maestro.

De Gelabert, quien estuvo también en Caibarién, hay miles de anécdotas, aseguró Chaviano Jiménez, y precisó que  antes de radicarse en Madrid, cada vez que recorría escenarios cubanos, siempre del público un curioso recordaba el paso del reconocido virtuoso ibérico por el más insospechado de nuestros pueblos.

                                 Vuelta a la fotografía

Por incongruencias burocráticas la estancia efímera de Flores, el concertista, transcurre desapercibida para las instituciones culturales del país. No importa. Ahí están los familiares y amigos que tienden un puente de afectuosidad y reconocimiento íntimo a quien consideran uno de los virtuosos más valiosos de la guitarra contemporánea.

La irreverencia de organismos estatales para prodigar encuentros entre músicos, y hasta del diálogo teórico, en los cuales gustoso intervendría Chaviano Jiménez, tal vez provenga del desconocimiento “vaporoso” de su  representatividad en la guitarra contemporánea. Con eso palpo cierta insensibilidad educativa e intelectual.

En una lectura reciente al inexacto Diccionario de la Música villaclareña (Giselda Hernández Ramírez, Capiro, 2004), dejó al guitarrista y compositor de Caibarién enclaustrado en 1974. Al parecer, toda profesionalidad de  Flores, y su recorrido por el mundo murió con esa fecha. Por fortuna, el Enciclopédico de la Música en Cuba (Radamés Giró, Letras Cubanas, 2009), es  más categórico y puntual. No obstante, casi una década antes de la publicación del texto notificó inconclusa la proyección artística de Chaviano Jiménez.

Fueron esas las razones del por qué bolígrafo, papel u otros artilugios tecnológicos no imperaron en el diálogo espontáneo que sostuve días atrás. Allí fluyeron raudos otros recuerdos, y también se conversó de música y compositores. Resaltaron aquellos destellos de infancia que lo llevaron al estudio de Waldo Urbay, en su poblado natal. Entonces aprendió la  restauración manual de negativos recién salidos del proceso de revelado. Era el momento previo a la impresión definitiva en papel de aquellas instantáneas  que marcarían relámpagos insustituibles de la historia.

Atrás quedaron en la despedida el recordatorio para la búsqueda afanosa de los arreglos que introdujo García Caturla en la música vanguardista interpretada por la Orquesta de Conciertos de Caibarién. También la mención de cuánto representó Gelabert en los cubanos. El colofón fue el afectuoso saludo de un hombre que descubrirá otros caminos en el decurso de su fructífera existencia  de compositor e instrumentista de estatura universal.

 

 


 

0 comentarios