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Culta intersección


Por Luis Machado Ordetx
COLÓN Y PARQUE VIDAL, en Santa Clara: Ahí está una de las confluencias artístico-literarias más trascendentes y antiguas de la ciudad, capaz de asumir siempre una tradición cultural sin precedentes. Todos la consideran, aunque discrepen, un espacio para discusiones, galanura por las flores, y también levadura de poemas, cuentos, artículos periodísticos y de encuentros indispensables para la gestación de libros. Antes lo fue, y de ahora en adelante, ojalá que esa tradición prosiga con la apertura de un Café de Distinciones.
El origen cierto lo consigue a partir de la tercera década del siglo pasado, fecha en que el comerciante de origen español, Domingo Carreiras Vilariños, adquirió el recinto y acogió a algunos jóvenes de entonces, agrupados en torno al Club Umbrales, quienes constituyeron frecuentes contertulios alertas en prolongar en ese lugar los respectivos quehaceres literarios y sus preocupaciones filosóficas y sociales.
Dicen que Federico García Lorca, en 1930, durante su tránsito desde Remedios hasta Santa Clara, llegó a esa área, próxima a la antigua Plaza del Mercado, en la cual apreció las más variadas y apetitosas frutas frescas. Otros visitantes, principalmente hispánicos o latinoamericanos, como Gabriel García Barato y Juan Bosch, también quedaron extasiados ante las beldades de fachadas que coqueteaban con el eclecticismo y hacían galas del bullicio popular.
Tan cierto como las lluvias de primavera, es que allí se construyen —aunque hasta hace poco estuvo en silencio—, los apuntes iniciales de una imprescindible narración corta de la Literatura Cubana: «El Cuentero», de Onelio Jorge Cardoso, inspirada en ese Bar a partir de los encuentros casi diarios con el poeta matancero-villareño Enrique Martínez Pérez.
Por el discreto mostrador del Ideal, en la concurrida esquina, y por los portales de La Victoria, la antigua peletería —en lo adelante Café Literario— y del hotel La Nueva Cubana, y hasta más allá en el recorrido hacia el hotel Florida o el teatro y cafetería VillaClara, pasó el verso encantado de José Ángel Buesa, las recreaciones líricas y ensayísticas de Emilio Ballagas, la voz polémica de Raúl Ferrer, el son y la mulatez de Guillén, la hurañía de Domínguez Arbelo y la sapiencia jurídica de los letrados de la ciudad.
Las tertulias de entonces, al amparo frecuente de Carreiras, solícito en facilitar novedades editoriales llegadas a la Casa-Librería Orizondo, acogieron a cuanto escritor o artista asomara por ese contorno, y con avidez se añadían las fervientes visitas que realizaban por entonces los más renombrados literatos nacionales o extranjeros que arribaban a Santa Clara, punto obligado del tránsito de los viajeros.
Poemas, cuentos y conjeturas, avaladas por la virginidad del papel en blanco, se elucubraron allí. Eso nadie lo discutirá, como tampoco se desdecirá que en esa esquina, abrigada por la esencia de lo popular, tomara a los jóvenes y los envolviera durante décadas en un espíritu creativo y de desafío renovador, en el cual, gracias al nuevo Café Literario, se retocará el sentido y la espiritualidad contigua que antes tuvo el Ideal, centro irradiador de Cultura y absoluta sabiduría humanística.

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