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GARCÍA CATURLA Y LOS ENTUERTOS DE LA MUERTE

GARCÍA CATURLA Y LOS ENTUERTOS DE LA MUERTE

Por Mauricio Escuela Orozco (Periodista y Narrador cubano)

 

“¿Pero, lo vas a usar en Remedios?”, la pregunta de Alejo Carpentier era ilustrativa de la situación que sufría Alejandro García Caturla en la vieja ciudad de provincias, donde un traje de cuello y corbata resultaba una excentricidad. Así, también fueron rarezas la Orquesta Sinfónica que intentó crear en la vecina ciudad de Caibarién, proyecto mastodóntico de apenas unas pocas presentaciones, los amores del joven compositor (dos mujeres negras y hermanas entre sí), su obsesión por las cartas y el contacto con la vanguardia artística. Todos estos, elementos que chocaron contra el aguijón de la modorra que reinaba en la Octava Villa, un lugar donde pensar o hacer eran pecados suficientes ante la inmensa misa de acólitos del conservadurismo.

 

El traje reposa en la Casa-Museo, herido por los balazos que el 12 de noviembre de 1940 le arrancaran la vida al poeta de la música, ese que desde niño cautivó con sus ideales de justicia y un gusto esmerado por la Historia del Arte. El chico que escapaba del catecismo y se iba a los bembés donde predominaba lo por entonces despreciado de la sociedad, el joven que en su fotingo y junto a sus amigos corría hacia los poblados vecinos detrás de cada toque de tambor, de cada genio popular que le enseñara un pedazo de la esotérica música africana.  Ese que se detuvo a reflexionar sobre la imagen poética como una realidad palpable y revolucionaria y la llevó al pentagrama, el autor de una pieza extraña y chocante como “Fanfarria para despertar a los espíritus apolillados” (la música como arma en función del cambio social). Fue, sí, Alejandro García Caturla, el genio de San Juan de los Remedios, quien sin miedo y desprotegido, firmaba pronunciamientos contra el dictador Gerardo Machado, pues el artista validaba más la independencia de su piano que el trono otorgado por el poder.

 

En diferentes escenarios se pronunció por el niño, la mujer y el obrero, siendo él mismo un aristócrata de cuna, un patriota hijo de patriotas, un odiador de quien mancillaba el suelo abonado con el sudor agrio de la caña. Varios disparos se le lanzaron, así como ofensas de todo tipo, malentendidos, maldad pura y dura. El irse a La Habana le dio una visión total de la miseria republicana y de la luz que acompañaba aquella ciudad oscura. Fue en los cines donde, mientras amenizaba películas silentes, descubrió la fuerza del gesto, el estruendo del ritmo, lo danzario y lo barroco en los trozos de Chopin, Beethoven, Mozart; Alejandro comenzó a ver al hombre universal a través de los artilugios del siglo. La “Danza del Tambor” será luego una pieza altamente visual, donde casi se está en presencia de los danzantes y el oyente se trastoca en personaje de la obra y completa el sentido a través de una toma de conciencia del papel físico del sonido. Pero todo el estruendo se volvió susurro, pues Caturla fue también el reformador constitucional, que pidió leyes nuevas para enmendar el código penal infantil y reclamó pan para el hambriento y el desolado. Un tiempo convulso no tolera cabezas pensantes, o las corta o las destierra.

 

Remedios en muchos sentidos era una guillotina seca, concluidos los estudios de Derecho por parte de Alejandro, así como su estancia en París junto a Carpentier, el genio regresó con el traje puesto a la villa donde la pobreza simplificaba la ropa. La primacía del caqui de la guardia rural y el trato duro, la conspiración para silenciar al oponente que aún en su situación de desespero escribía a los amigos, felicitaba, pedía información actualizada, componía grandes piezas. Eran el artista contra el monstruo, la creación contra el vacío, el sensible tacto del piano contra la metralleta. En Remedios, la Revolución de 1930 dejó alertas a los ahogadores de las primaveras. Varias veces recibió el abogado y juez ofertas para dejar a un lado su intachable postura, pues ya el estar casado con dos negras y hacerles hijos eran ofensas suficientes. El joven pasaba por alto los ofrecimientos, pero no así las amenazas y solicitó un revólver como parte de su indumentaria de funcionario del Derecho.

 

De nada le sirvió a Alejandro que durante el último periodo de su vida (1936-1940) gobernara la República otro remediano, el Coronel Federico Laredo Brú, quizás hasta un amigo común de la familia. Ya pasaron los años de las delicias y el helado luego del cine, de las primeras chicas negras amadas detrás de las columnatas, sí, y todo eso lo sabía Caturla quien, toga viril y pentagrama enervado, se dirigía al viejo vulgo de Remedios en el teatro Miguel Bru. Aquella noche lo abuchearon, la rechifla ahogó el principio de un concierto que quiso ofrecer casi como una disculpa de su vocación genial y díscola, de los portazos que daba a las ventanas de su casa antes de sentarse a componer, del egoísmo noble que lo llevaba a trasnochar mirando por un postigo hacia las calles Independencia y Maceo, la misma encrucijada donde halló la muerte. Barbarismos de la historia que le negó el justo reconocimiento.  

 

Mientras, en Europa ya llovían premios y estrenos de sus obras, todos se preguntaban dónde yacía el genio oculto de tanta dicha o tanta tristeza. Carpentier coordinaba el retorno de ambos por los predios parisinos, en una turbamulta parecida a la de Napoleón a su regreso de Elba. Pero el héroe era héroe a la manera de Byron y no al estilo feroz de los que hincan el diente en la realidad oportuna. Prefirió la manutención de sus hijos, a quienes amaba y dio consejos de lecturas, para los que tocó piezas de su amigo Claudio Debussy en el viejo piano. La guillotina seca le tendió cercos al creador, le hizo un puente del juzgado a su casa y viceversa, no había meandros de fortuna para el hombre que siempre debió dinero a cambio de ratos libres para componer o soñar con irse a La Habana, a París, al menos de forma imaginaria. El sombrío año de 1940 vino como un soplo de frío, con la navidad local y el jolgorio de las Parrandas, Alejandro debió ver desde la ventana de su casa la evolución de los barrios El Carmen y San Salvador y pensaría que la escena tornárase quizás reiterativa.  La música silenciada por la bulla popular, la “Berceuse campesina” que sonaba en la noche, cuando la villa ni siquiera pensó en la importancia de lo que se gestaba.

 

Un nacimiento de luces en medio de la sombra mediocre de 1940 fue abortado en la intersección de las calles, Alejandro muerto a balazos por un matón común, un ser anónimo que fue a esconderse en el Cuartel de la Guardia Rural, donde lo recibieron con aclamaciones. La bestia no enseña jamás el rostro y celebra el mordisco en silencio, pero el héroe, aún desprovisto del amor que merecía fue alzado en hombros, lo llevaron hasta la morada humilde y allí a la última Tule de todo hombre. Esa fuera la historia en sí, unida a la repulsa de Carpentier, quien escribiera “El crimen fue en Remedios”, o los reclamos de Nicolás Guillén, quien descubriera en Caturla a su par. Pero Alejandro parece cada año por estas fechas nacer en esa misma calle mortuoria, como si el frío año 1940 hubiese detenido a Remedios en el tiempo, ciudad deudora, lugar de perenne vacío donde la música debiera resonar. Todavía cuentan que en la casona hay pasos y seres que desmienten el entuerto de la muerte. Es quizás la obra que solitaria continúa su paso breve e indiferente al devenir humano.

 

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