!AGUSTÍN ACOSTA, EL POETA!
Por Luis Machado Ordetx
Testimonio que ofreció en 1989 el declamador villaclareño Severo Bernal Ruiz. [Inédito hasta el momento].
«Bebe el agua de tu propia cisterna,
los raudales de tu propio pozo.»
Pr 5.15
La parquedad de conversaciones con aquellas personas que apenas conocía, siempre suscitaron la agonía de un misterio en la apariencia exterior del declamador villaclareño Severo de la Caridad Bernal Ruiz; de ahí que algunos lo conceptuaran de huraño y sombrío, sujeto a la fijeza del refugio excepcional del silencio.
El empuje mayor de esa actitud se atribuye al peso latiente de los años, a la muerte de coetáneos, y también al persistente olvido institucional que primó durante los instantes en que la vejez demanda comprensión. En las calles, caminaba con paso cortado, lento, como apretujado, para no percibirse entre extraños; algo muy distante sucedía cuando visitaba recintos de amigos y se localizaba, previo aviso, en Ciclón, número 161, apartamento B interior, entre Candelaria y San Cristóbal, en Santa Clara, territorio de recalada sistemática de copiosas correspondencias.
Allí concurrí varias veces, ávido en propiciar el diálogo sobre tópicos diversos y también hacer añicos cierta apreciación fútil, de equivocaciones, ante la supuesta sobriedad de la franqueza que inspiraba el declamador. Al hallarlo, estaba inmerso en la rutina de los días, entre el humo del cigarro bronco -el comercial «Popular»-, el sorbo de café y los recuerdos de antaño, como quien se aferra al aislamiento perpetuo de la estancia sobre la tierra; y una contentura suprema comenzó a descorrer las puertas que velaban el muestreo de la papelería; pues reabría la nostalgia del pasado, la herrumbre del tiempo y las peripecias del latiente recuerdo.
Primero, resultó parco, lo confieso, y también en extremo cortés; de hablar casi en monosílabos, sin proponer heridas a la mudez y tampoco susceptibilidades al interlocutor: era el nacimiento del segundo lustro de la octava década del pasado siglo, y por cuatro años seguidos, en las tardes, prepararía historias y exhibiría documentaciones sobre la cultura villareña.
Las anécdotas de la escena artística vinieron a montones, en remolinos que despolvaron y ofrecieron lustre a la piedra, y enseguida surgieron otras referencias relacionadas con las huellas notorias del Club Umbrales, Audiciones Umbrales y la Hora Hontanar; además de aquellas programaciones radiales en CMHW, CMHI, CMHX, CMBZ-Radio Salas, el Circuito Nacional Cubano, la CMQ y Cadena Oriental de Radio. Raudo, con entusiasta voz, precisó detalles de los tránsitos por La Habana, Matanzas, Manzanillo, Ciudad de México, Nueva York y...
De los amigos de aquí o de allá, después del conocimiento mutuo y la aspiración por saber al dedillo y dilucidar los acontecimientos históricos y culturales que llevaron a Santa Clara a ubicarse entre las principales plazas artístico-literarias del país, conversó hasta el cansancio. Eran sesiones de trabajo, aparentemente diarias, en las cuales, de un modo u otro, facilitó siempre puntuales entrevistas.
En lo invariable, flotó el nombre el poeta matancero Agustín Acosta, y acosado por la duda; al amparo del respeto, insté al declamador a desperdigarse de dimes y diretes, en aras de acceder a respuestas precisas vinculadas con el autor de La zafra -Poema de Combate-[1], y entonces sobrevino un comentario de francotiradores, donde, tanto uno, como el otro, dio su parecer y punzó el esclarecimiento.
- ¿Son extrañas las circunstancias en que contactó a Acosta?
- Está equivocado. ¡Quién dice eso también yerra! Claro, solo que la historia del poeta por mucho tiempo fue silenciada, y amigos de adentro y de afuera del país, por medio de la correspondencia, confirmamos el atrevimiento, casi osadía, de mencionarlo y escribirle. Durante su bonanza económica y de creación de textos, tuvimos excelentes relaciones fraternales, y luego en su ocaso artístico, porque también existió, coincidimos en puntos de vista y conversaciones.
«A mediados de la década de los años 50, recuerdo cuando Arturo Doreste, poeta y miembro de la Academia Cubana de la Lengua, lo presentó en Santiago de las Vegas, territorio al que arribé invitado por el Grupo Selección, que dirigía Gabriel Gravier. Allí estaba Acosta con Consuelo Díaz Carrasco, su segunda esposa. Hablamos de los escritos de Navarro Luna, del reciente fallecimiento de Ballagas, del verso erótico de Gustavo Galo Herrero, de la experimentación lírica de Gilberto Hernández Santana, y del neorromanticismo de José Ángel Buesa.
«Abordamos las particularidades de la declamación, el compromiso del artista y los más innumerables acontecimientos nacionales, entre otros tópicos. Con sinceridad, los temas políticos no interesaban, solo la cultura cubana y universal constituyó el centro de todas las gravitaciones de esos diálogos, y entusiasmado, elogió el montaje que hice al declamar "Los Versos Esclavos", contenidos en La Zafra. Aquello lo llevó a ensanchar más la amistad, y confluyó que al recitar un texto, el hombre recrea una historia y la hace partícipe, como propia y original idea salida de un poeta, en conspiración o en comunión con el lector o el oyente.»
- ¿Entonces, porqué re (huye) conversar a plenitud sobre el poeta?
- ¡No, no esquivo nada! Sencillamente que persisten acontecimientos que no deseo abordar, pero te diré todo lo que conozco sobre Agustín. No mentiré en nada por una cuestión ética; y que conste, el que dude, ese constituirá su problema.
«El lunes 21 de marzo de 1955 recibí una carta, entre tantas que venían de otras partes de Cuba o el mundo, fechada en la calle Descanso, número 12504 - reparto Marazul, en un recodo de la Playa, en Matanzas-, y traía la firma de Agustín. Desbordaba, como una ubre, tremenda honestidad artística, integridad intelectual, solidaridad y lealtad sin límites.
«Ahí despunta el amigo en toda su expresividad: "Quiero decirle que su arte fue para mi una revelación. No hay, no puede haber mejor intérprete que usted de los poemas de Ballagas[2] y aún de otros poemas. Usted puede tener la seguridad de que sedujo al auditorio. Énfasis, gestos, ademanes, todo era perfecto. Lo que no me explico es el temor de usted en darse a conocer en otro medio. Yo le aseguro que si usted hace una prueba en La Habana, el triunfo no se hace esperar. Y si usted, ya en posesión de lo que es necesario, sigue rumbo a los países de la América Central, logrará, a más de la gloria, un largo bienestar.
«Y más adelante continúa: "Comprendo su desazón, su desencanto; pero todo depende de la propia voluntad de usted. Hágase oír donde sepan oír. No arraigue demasiado en su pueblo. Los pueblos natales pueden ser ingratos, y es preciso sacudirlos con relámpagos de audacia y de talento. Lo último usted lo tiene. La audacia, fabríquela. Hoy en una sala, mañana en otra; hoy ante cuatro gatos, mañana frente a una multitud, usted debe cerrar los ojos y lanzarse. Ya quisieran muchos que hoy medran con arte igual al suyo, ser la décima parte de lo que es usted. Esto se lo digo porque lo siento; si así no fuese, callaría. [...] Le ruego que no me diga maestro. Nadie es maestro. Cada cual lleva en sí su propio magisterio; de lo demás se encarga Dios [...]".
«En esencia, así comenzó un sistemático intercambio epistolar y de encuentros en la Atenas de Cuba, lugar al que concurrían coetáneos y escritores con similares pareceres: Doreste con ese mar de composición de versos; José Ángel Buesa, impoluto romántico; Raúl Ferrer latiendo en poesía; Onelio Jorge Cardoso con mil anécdotas rurales; Néstor Ulloa Rodríguez, pletórico de humildad guajira; Carilda Oliver Labra radiante en belleza y sinceridad, y tal vez otros que ahora no apreso en el recuerdo.
«Esas palabras miden la valía del hombre, y también la fraternidad; de ahí que jamás estuviera ausente de Agustín Acosta en los momentos más difíciles de su existencia.»
El hombre, me mira de reojo, se alisa el escaso y ensortijado cabello cano de su cabeza, y prende otro cigarro tras un sorbo de café, cuando casi a boca de jarro, lo conmino a hablar, para deshacer los agravios: ¿Cuáles y por qué encierra como momentos difíciles en la vida del autor de Ala[3] y otros textos?
- Primero ofrecería, responde, un versículo contenido en Proverbios 4.26: "Que tus ojos miren lo recto y que tus párpados se abran a lo que tienes delante." Eso encierra una prédica: la dimensión exacta de los amigos reside en el afecto, y en esa estatura ilímite de correspondencias que jamás quedan truncas, sin tropiezos, como afianzadas por la familiaridad.
«En los instantes más lóbregos, al finalizar 1969, Agustín Acosta escribe y agradece como los niños; tal vez fuera porque llevaba adentro el mundo infantil y lo cobijara sin parangón en sus esencias. Por esa época, yo aquí en Santa Clara, prácticamente no actuaba en escenarios públicos, y una que otra vez llegué a Matanzas a visitarlo.
«Todo el país estaba volcado en los preparativos de la zafra de los 10 Millones y hasta el transporte urbano se puso difícil para hacer viajes fuera de la localidad. Arreglé un período de vacaciones en Artes Gráficas, de Las Villas, donde laboraba, y allá a la Atenas de Cuba fui con el propósito de encontrarme con los amigos.
«Con la despedida, luego llovían las cartas y otros reclamos de Agustín, quien comenta los versos y las estructuras poéticas, propias del clasicismo, contenidas en una Canción repetida, texto que en 1968 editan al amigo Arturo Doreste, uno de los líricos cubanos más olvidados de todos los tiempos.
«El miércoles 17 de septiembre de 1969 remite un ejemplar del cuaderno de Las Islas Desoladas,[4] a la par que gratifica los envíos de "una cinta de máquina que le agradezco mucho [...] al mismo tiempo me entera usted de la enfermedad que aqueja a nuestro querido amigo, el gran poeta Arturo Doreste. Me consterna la noticia, porque quiero a Arturo como a un hermano, y hago voto por la recuperación de su salud. [...] Su silencio me extrañaba, porque acostumbrábamos escribirnos con mucha frecuencia."»
- ¿Pero, usted responde por las cartas cursadas?, insisto, y el comentario se vuelve raudo tras tomar un nuevo sobre amarillento alojado en la mesa de la sala de la casa, sitio escogido para mostrar los recuerdos de viajes y diversas papelerías. Tal parece que siente mayor predilección en contar historias a partir de las documentaciones que atesora. Entonces, observo al hombre y lo dejo con la lectura y las palabras que lo enaltecen.
- Sí, que mejor manera de exponer la historia de Agustín, viejo ya y también encanecido. Creo que por medio de sus respuestas uno aquilata al hombre en su adultez. De sus libros cualquiera conoce, y también de sus críticas y hasta de chismografías, pero no de las interioridades de composición de textos, y tampoco de sus carencias materiales o espirituales.
«El viernes 5 de diciembre de 1969 dice: "Recibí su carta y su precioso obsequio. Por ambas cosas le doy las gracias. En estos tiempos de caña y caña, el suyo es un regalo de tenerse en cuenta [...] Perdóneme que sea breve, pero la vista no me permite seguir escribiendo". A mediados del siguiente mes, el lunes 19 de enero de 1970, gentil agradece: "Muchas gracias por el precioso calendario. Estábamos siguiendo el curso de los días por las fechas de los periódicos, y muchas veces nos equivocábamos. En usted, al parecer, hay algún don adivinatorio. No le escribo más porque aún tengo los ojos enfermos y los nuevos cristales no me han llegado".
«Cierta indigencia material, en lo elemental, fueron minando la espiritualidad de Agustín, pero, aún las nulidades, el manantial poético se percibía inalterable, y el oficio del escribiente no se detenía. Realmente no me explico el porqué todo se menguó de una manera tan vertiginosa. Ya era un anciano, lúcido, muy lúcido, dispuesto a no quebrantarse.
«Casi al finalizar noviembre de 1970, el miércoles 25, dice orgulloso: "[...] El día 12, cumplí 84 años, pero un lumbago leve y tortuoso me constriñó la cintura. Por lo demás, bien, con los naturales altibajos de estar... Muchas gracias por su envío, que casi fue providencial. Esta ciudad -ex Atenas-, es una calamidad en ciertas reservas..."
«El lunes 21 de diciembre de 1970 recibo una escueta carta, si porque en sus últimos tiempos en Cuba escribía poco, como para saber solamente un poco de los amigos y tenerlos pendientes de la evolución de su salud, y además, del afecto y la camaradería fraterna. Expone: "Solo unas líneas para saludarlo en estas Pascuas y agradecerle su carta y obsequio". Luego hubo unos meses en que, conmigo, apenas cursó otra correspondencia. Era como un silencio de rajatabla. Siempre insistí en relacionarle con unas letras, y lo hice, pero jamás obtenía respuestas. Algo similar ocurrió a Sergio Pérez Pérez, que desde Caracas, sentía preocupación por los destinos y la salud quebrantada de Agustín.
«Sin embargo, el viernes 8 de octubre de 1971 viene una contestación de agradecimiento que descongela el silencio, como si los párpados se abrieran a lo que tienes delante, como sustenta Pr 4.26.
« Ahí comenta el poeta: "Muchas gracias por su facturita siempre bienvenida. En realidad ya iba boqueando mi stock. En esta Atenas de Cuba no hay efectos de escritorio. Algunos amigos generosos como usted hay pocos, y ellos siempre envían algo. Mi gratitud les sigue siempre a esos amigos, ¿cómo subsistir sin emborronar de vez en cuando un papel? Doreste está bien. Acaba de pasarme a máquina (ya no puedo hacerlo por la vista defectuosa), mi libro de versos.[5] Lo he invitado a pasarse conmigo un fin de semana, pero el transporte no lo ha permitido hasta ahora. Le reitero mi gratitud, aunque mi salud no es del todo ejemplar (cumpliré d.m. 85 años, el día 12 de Noviembre), voy tirando el timoncito y cuidando de no caerme cuando lo coja de fly. Debe saber usted que yo fui left field en mis lejanas mocedades. Como anda usted apurado en su trabajo, suspendo el match."
«En la carta hay una fineza de fidelidad, hasta un dejo humorístico al hurgar en la memoria, el reencuentro de lo que pasó y el cambio del tiempo. Tal manifiesto lo retoma Sergio Pérez Pérez, desde Caracas, cuando el sábado 20 de noviembre de 1971, testimonia: "Agustín Acosta me hizo unas letras, y cuenta que está bien, y produce pocos versos, casi ninguno". Aquello provocó cierta alegría ante la diferencia de puntos de vista, y una duda quedó como preocupación latiente.
«Días más tarde llega desde Matanzas unas letras, tal vez las últimas que atesore mi papelería, y entonces saqué alegrías. A pesar de la edad, el poeta estaba lúcido, con una caligrafía que apenas mostraba el más ligero temblor de la mano.
«Ahí expresa el sábado 8 de enero de 1972:"Muchas gracias por su obsequio de 366 días del año 1972. Sobre mi mesa está, para recordarme siempre lo presente: la fecha en que vivo. La nota que acompañaba al almanaque era para Doreste, al cual se la envié. Él, seguramente, me mandará la que usted escribió para mí". Esto último hizo pensar que estaba yo desvariado, como perdido en el tiempo, trastocando papeles de unos y de otros. Sin embargo, Agustín confirmó la certeza de la equivocación; y al instante para él y Arturo, de manera reiterativa, fue una disculpa simultánea que, entre risas y choteos, ambos agradecieron por la más incomprensible de todos los resbalones cometidos en mucho tiempo.[6]
«Esa, creo sin caer en yerros, constituyó la última correspondencia que recibí de Agustín desde su entrañable Matanzas. Antes, en mayo de ese año, en su vivienda, ambos estrechamos las manos en un encuentro entre poesía y declamación. También hubo recordaciones de amigos, y comentó sus historias infantiles frente a la estación ferroviaria de Sabanilla del Encomendador; de la juventud de telegrafista; y del patio con frutales en Jagüey Grande, así como de las travesuras en los estudios primarios y también en los universitarios.
«El lunes 31 de enero de 1972, desde Caracas, otra vez Sergio toma las riendas de la pluma, y cuenta en una menuda tarjeta postal: "[...] A. Acosta me hizo una letras, señal que está bien de salud."»
Severo Bernal respira profundo, por los recuerdos que hago sacar de su memoria, y tal vez lo perciba quejoso en la inhalación por los estragos acumulados por los cigarros; sin embargo está animoso y sentado en el cómodo sillón ubicado en la sala de la casa. De la mesa de centro que languidece en un colorido negro, el declamador toma otro sobre de papel amarillento. Antes de abrirlo y revelar el contenido, casi inquisitivo pregunto: ¿De qué hablaron en aquella última ocasión frente a frente?
- Ya le dije, de los amigos: Sergio Pérez Pérez, en Caracas; Arturo Doreste, en Santiago de las Vegas; Raúl Ferrer y José Felipe Carneado, por La Habana; Gilberto Hernández Santana, resabioso en sus traducciones, y también de poesía y declamación. Allí tuve que recitar fragmentos de "Nocturno y Elegía", de Ballagas, también «Nocturno Campesino", de Enrique Martínez Pérez, y lo sorprendí con una lectura de "Regreso"; "El Estado del Alma" y "Ovejas Bajo la Luna", pertenecientes a Las Islas Desoladas, el libro que me envió y dedicó años atrás con idéntico celo en que todos los padres se enaltecen con las travesuras de los hijos.
«No sé por qué razón, lo encontré tristón, como apesadumbrado. No obstante, irradiaba animosidad, y en un minúsculo papel escribió una frase firmada por Saint Angel, quien ratifica: "El hombre, es una botella de agua de río, flotando en un gran río", acontecimiento que atrajo mi atención por la rareza del tópico. Entonces sonreí con un latigazo de preocupaciones, hasta que, al regreso a Santa Clara, hallé una carta de Sergio Pérez Pérez, y entre otros asuntos, comenté mi encuentro con Agustín.
«Pasaron otros meses de franco silencio, y solo sabía de Agustín por medio de algunos amigos; cuando Arturo Doreste, desde Santiago de las Vegas, remite el original de una misiva que le impuso Sergio en Caracas. Tamaña sorpresa me asaltó en la lectura de su contenido.»
El hombre sonríe, entre burlón y pletórico de socarronería, y al instante, impaciente, pregunto, ¿Por qué?
- El jueves 14 de diciembre de 1972 está fechada la carta destinada a Doreste. El viernes 26 de enero recibo respuesta de Arturo, y la copia de la correspondencia tramitada desde Caracas indica: "[...] Un montón de cartas espera mi contestación. Tomo la primera, respondo y ahí quedan las demás, aumentadas por las que los corazones amigos me hacen.
- Severo me obliga -grata obligación- con su incansable remesa de libros Apenas acabo de recibir Las Leyendas Cubanas, de A. de la Iglesia y aún no he terminado Las Aventuras, venturas y desventuras de un mambí, de Roa, cuando ya me anuncia dos tomos de la Guerra del 68. Y como leer -actitud pasiva- es más fácil que escribir, -actividad que requiere un esfuerzo, por mínimo que sea-, mi indolencia taína se decide por dedicarle todo momento libre al incomparable goce de la lectura. En carta que recibí ayer del joven Bernal viene un delicioso párrafo dedicado a su desvelo. ¡Qué te cuento! Y al terminar, hablándome de ti, menciona de paso la mejoría que había tenido Agustín Acosta. Le trasladaba yo esa noticia anoche al Dr. G. Alonso Pujol en su despacho -él es viejo amigo de Agustín-, mientras veíamos un noticiero de televisión, cuando apareció en la pantalla la imagen del poeta descendiendo de un avión en Miami para caer en brazos de su hija adoptiva, según el comentarista. A Don Guillermo, a Hortensia -su esposa- y a mí nos impresionó la coincidencia."
«Hasta ahí la carta de Sergio, y de veras sentí desolación. Nunca más tuve otro contacto directo, por medio de cartas u otros recados de amigos, con Agustín. Aquello fue terrible, y pensar que los fraternos poetas, viejos como el matancero, tomaban el destino de la separación geográfica, sostuvo siempre una zozobra en la concordia que profesábamos muchos coetáneos de nuestra generación. Luego vendría otra carta de Sergio desde Caracas: jueves 14 de enero de 1974, y en uno de sus párrafos expone "Recibirás un ensayo de don Guillermo Alonso Pujol sobre Agustín Acosta. Bellas páginas. Le rogué un ejemplar para ti y otro para Doreste".[7]
«El sábado 13 de diciembre de 1975, otra vez Sergio Pérez Pérez responde, y en párrafo aparte comenta que visitó en Miami a Agustín Acosta, quien me envía, en sobre adjunto, tres poemas, de los últimos escritos, para que los conserve: "La orilla opuesta"; "En tus calladas horas..." y "«El último camino", los cuales muestran señales del toque modernista y nostálgico que lo caracterizó por décadas; y los que, tal vez se ubiquen entre los mejores escritos en las horas finales que vivió el bardo matancero.[8]
«También el jueves 28 de octubre de 1976 se suscribe desde Caracas: "[...] Ya ves, yo ignoraba que Marcelo Salas había muerto. En Miami reprodujo versos de Arturo. Raro que Agustín A. no me lo dijera, o Pastor del Río..."
- ¿Usted conocía con anterioridad de la partida de Agustín hacia los Estados Unidos?
- ¡No, como voy a saber eso! Con el tiempo, cuando, al instante de llegar a allá, me enteré que, por lo avanzado de la edad, la soledad y el desarraigo, supuse y comprendí que, de un modo u otro, sería inminente su fallecimiento.
«Aquel encuentro de casi un día completo, el tercer domingo de mayo de 1971, cuando lo visité en su casa de la calle Descanso, en la Atenas de Cuba, y lo aprecié con la sonrisa cariñosa de siempre y unos espejuelos de pasta oscura, me llevaron a especular que, ahí se establecía el punto exacto en que un hombre se dispone a recorrer el desierto y lleva consigo el avituallamiento con el agua necesaria que ofreció el amigo. Era la despedida, y constituyó el aciago instante de la sed, como el que espera por un infortunio en el que se guarece un desamparo: la amistad».
Ahí, un desgarro azotó a mi interlocutor, el declamador villaclareño Severo Bernal Ruiz, quien, acostumbrado a sesiones de trabajo que se distendían a más de dos horas de conversación sin que mediaran preguntas y respuestas dirigidas; enmudeció de inmediato por unos minutos; tragó en seco y respiró profundo, como desando que a sus pulmones no faltara esa gota de oxígeno vital para sostener todos los recuerdos.
Con voz ligeramente entrecortada, casi en sollozo, atinó a exclamar con toda sinceridad: «¡Agustín, tremendo amigo poeta!», frase que lo perpetuó en palabras y el muestreo de originales cartas y versos que intercambió por años con otros inconfundibles escritores. Esa tarde de agosto de 1989, una década después del fallecimiento del literato matancero, decidimos de mutuo acuerdo suspender todo tipo de testimonio y comentar antes de mi partida un tópico baladí que refería la proximidad de otro encuentro de diálogos y conversaciones.
[1] Agustín Acosta (1926): La zafra -Poema de Combate-, con ornamentación de José M. Acosta, Editorial Minerva, La Habana. En la primera hoja escribió: «Indiscutible amigo y maestro del verso afrocubano y antillano», de A. Acosta, Matanzas, jueves 3 de febrero de 1955.
[2] Recital-Homenaje a Emilio Ballagas Cubeñas, realizado en Matanzas, jueves 3 de marzo de 1955, en ocasión del Día del Poeta, fecha que acogió la Atenas de Cuba en reconocimiento al natalicio de Bonifacio Byrne.
[3] Agustín Acosta (1915): Ala, Poesías, Imprenta Jesús Montero, La Habana.
[4] Agustín Acosta (1943): Las Islas desoladas, Imprenta F. Verdugo, Lamparilla 112 entre Cuba y San Ignacio, La Habana.
[5] Referencia al libro Lejanía, luego publicado en Miami en 2002.
[6] El miércoles 5 de enero de 1972, en un papel timbrado de la Empresa Consolidada de Artes Gráficas -unidad administrativa 274-14-00, de Santa Clara-, el declamador villaclareño remitió un Memorandum para Arturo Doreste, en Santiago de las Vegas: «Arturo de mis afectos caros: Reciprocando su afectuoso saludo de año nuevo, déjeme acercarle este modesto Almanaquito para que vea decursar los emulativos días del 72. Ojalá que sean de paz y tranquilidad para usted y los suyos.
Dígale a Nena que gracias por su telegrama de saludo. Le revierto los buenos deseos para ella, usted e Isaura. No me tire a mierda el Memorandito. Cosas de la premura en que ando gritando S.O.S....S.O.S.... Un abrazo fuerte. Severo».
A continuación, en esa hoja, y con letra cursiva Agustín Acosta escribió: «Querido Arturo; En mi sobre con un almanaque, nuestro amigo Severo Bernal incluyó, equivocadamente, este papel que te envío con un abrazado, Agustín».
[7] Un ejemplar de ese libro estuvo en la biblioteca personal del declamador villaclareño. Su paradero es desconocido.
[8] El autor cuenta con fotocopias de esos versos.
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