
Por Luis Machado Ordetx
Una máquina, un poco de agua y carbón, solicitó el erudito Bachiller y Morales. Lo dijo en la revista habanera La Siempreviva al abordar en 1839 pormenores del decurso económico y la felicidad del hombre en Cuba. Presentía las ventajas de las plantaciones azucareras con el naciente empuje ferroviario y el intercambio cultural entre el mundo y las diferentes regiones portuarias de la Isla.
En menos de dos décadas, apunta Ramón de la Sagra, la economía azucarera contó con mil 281 kilómetros de líneas de ferrocarril. América del Sur apenas cubría en esa fecha 792 Km. Los Caminos de Hierro se imponían. La región del centro, próspera en ingenios, consiguió una cuota progresiva con el intercambio, tierra adentro, por ferrocarril, y mar afuera, desde los fondeaderos de Caibarién, Isabela de Sagua, Casilda y Cienfuegos.
Ya en 1838, el agrimensor anexionista Idelfonso Vivanco, predijo, por la configuración larga y estrecha de nuestra geografía, que «[…] El vapor debe ser el principal agente de la felicidad cubana; el vapor conduciendo los frutos a los puertos pequeños por ferrocarriles; el vapor llevando los grandes mercados circundando las costas; he aquí los principales vehículos.»
Caminos para el Azúcar (1987), de Oscar Zanetti Lecuona y Alejandro García Álvarez, afirma que Cuba fue el séptimo país con transporte ferroviario. La explosión, a partir de 1800, de fábricas de azúcares en las regiones centro-occidental, originó un