
Por Luis Machado Ordetx
Durante las primeras décadas del pasado siglo, después de la frustración de la República «con todos y para el bien de todos» de Martí, los nacionalistas cubanos incluyeron en sus insistentes prédicas la urgencia de abrir en todo el país recintos de multitud que, entre libros, acogieran la instrucción pública, muy deficiente, por los elevados grados de analfabetismo, en todas las regiones del país.
Era una crítica reiterada a la falta de lectura diaria, una de las causas alegadas, que provocaba indisciplina y hasta pesimismo popular. Alertaban en el deber que tenía la prensa plana y el escritor para influenciar y alentar la riqueza espiritual y ciudadana de la nación.
En “La lectura popular. Conveniencia de estimularla, depurándola”, el holguinero-cienfueguero Enrique Gay Calbó, destacó en 1915 que la «falta de libros y la dificultad de encontrarlos o comprarlos, influye mucho en la incultura popular. Sabido es que en toda la República pocas bibliotecas merecen ese nombre, y que ninguno de los escasos museos lo es realmente».1
Hasta entonces existían la Biblioteca General de la Universidad de La Habana (1728), así como la correspondiente a la
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