
En Corralillo, a unos 100 kilómetros al noroeste de Santa Clara, radica uno de los camposantos más sencillos y mejor conservados del país. Un intercambio de puntos de vista y recorrido por su historia.
Por Luis Machado Ordetx
La frondosidad de los árboles, junto a la entrada de un espacio de veneración a los muertos, sirve de remanso a la fatiga del que transita el camino hacia un inusual encuentro: la historia sepultada.
El bosque que flanquea la estrecha senda, por más de 100 metros, mitiga, cuesta arriba, la canícula del paso por la calle Luis Córdova, en Corralillo. No dudo, entre muchos camposantos cubanos, sea una exclusividad procreada por los años.
Es el preámbulo de entrada al pequeño y ordenado cementerio local. No niego que constituye un lugar de conocimiento de familias y antepasados. Allí los primeros enterramientos son posteriores a 1866 cuando el poblado alcanzó mayor notoriedad como partido judicial. Es evidente la información por las descripciones insertadas en los panteones.
La necrópolis más antigua radica en Ceja de Pablo, uno de los territorios que, a mediados de ese siglo, formó parte de la jurisdicción de Sagua la Grande. En 1804, por esa zona, estuvo en visita pastoral Juan José Díaz de Espada y Fernández Landa. El Obispo de Cuba llegó al caserío en su paso hacia Álvarez, y como hombre ilustrado procuró siempre la creación de cementerios públicos y dio fin a los enterramientos en las iglesias.
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